Hay imágenes, sonidos, relatos y creaciones artísticas que mueven sentimientos, que inducen ideas y activan la memoria. La película de Alfonso Cuarón es un poderoso estimulante de los recuerdos y en cierta forma, también una incitación a la reflexión.
Vi en las primeras escenas de Roma la fachada del jardín de niños al que yo fui, en la calle de Tlaxcala. El primer sitio donde aprendí de los colores, de las letras que se juntan para hacer palabras, de las sumas y las restas y, sobre todo, de estar lejos de casa; distante de aquel espacio en la colonia vecina, la Narvarte, donde, como en la casa de Sofía, se contenía todo un mundo en vías de ser descubierto.
Los críticos del cine juzgan las obras en su dimensión técnica. A otros nos toca, en cambio, sólo el goce de disfrutar de sus efectos. Los sonidos recreados para esta película son los de mi primera infancia. Los personajes evocan a algunos de mis personajes y la trama parece que le roba pedazos al relato de mi niñez, de la ciudad y del México que vivimos hace muchos años y donde, en primera instancia, muchos nos formamos y crecimos.
Un México quizá más violento de lo que creemos recordar, tal vez porque en aquel tiempo, la protección de nuestra Sofía nos mantuvo demasiado a salvo, pero que evidentemente era ya un país de desigualdades profundas, de rencores acumulados y tensiones silenciadas. Un México de roles rígidos, donde el poder se ejercía sin mayores miramientos ni consensos y se imponía, con suavidad en los mejores casos, pero con firmeza, dentro de las casas y fuera de ellas, en las calles y en los pueblos; en la política y en la escuela; en el trabajo y en las relaciones familiares.
Hoy un joven mira con cierta perplejidad la condición de desventaja que debían remontar las mujeres en Roma. Nosotros fuimos educados asumiendo un poco de aquello como algo casi natural. La tarea de ellas tenía como premisa, más o menos oculta, su infinita capacidad de aguantar y de dar y resolver siempre algo más.
Los derechos y libertades que se fueron ganando en algún momento de la década de los años 80 y consolidando en las siguientes, eran, en 1971, una absoluta imposibilidad. La voz del gobierno iba casi sola en la definición de la agenda y en la conformación de la opinión pública. Los medios de comunicación eran primordialmente fuentes de entretenimiento, casi nunca un contrapeso. El presidente entonces, bueno o malo, era, como dice un excitado feligrés del mandatario actual, un “personaje místico, cruzado e iluminado”, que en aquel año repetía que íbamos “arriba y adelante”, aunque quienes éramos niños no preguntaríamos a tiempo arriba ni adelante de qué.
El México recreado por Cuarón para Roma no era un mal sitio. Su promesa de futuro era inmensa; la posibilidad de movilidad social lucía más amplia que hoy; el fin del mundo por un ataque nuclear o la invasión extraterrestre rondaban nuestra imaginación, pero eran difíciles de imaginar en las calles de esta entrañable ciudad. Y en el peor de los casos, si alguna noche en la que, como solía ocurrir, los padres estaban fuera, los miedos comenzaban a crecer, la panza empezaba a doler o el agobio por las tareas asediaba el sueño, tuvimos la invaluable fortuna de que nuestra Cleo estuviera ahí para confortarnos y regalarnos un poco de su armonía y de su paz.
Roma puede mirarse también como un recordatorio sutil de que no hay tiempo mejor que el que tenemos, y que habrá que defender y disfrutar.