Antes muerto que traidor

14 de Noviembre de 2024

Héctor J. Villarreal Ordóñez

Antes muerto que traidor

“Yo, por supuesto no le creo a López Obrador, pero la verdad es que veo que él sí quiere cambiar las cosas. Entiendo lo que dices, pero incluso si se trata de una manipulación, pues, qué bueno, si esa manipulación puede hacer que el gobierno y la gente dejen de ser corruptos… ¿o a poco no llevábamos años de pura corrupción? Ok, ok, dices que para eso sirve la ley, pero, en México ¿cuándo ha servido la ley? ¿O ahora me vas a decir que con la ley se puede evitar que se roben todo lo que se robaron? ¡Claro que no! La ley, como tú la propones, ya demostró que no funcionó y si no sirve la ley, pues dejemos que López Obrador manipule a la gente, si eso va a servir para que pare ya, por fin, toda esta corrupción que sale por todos lados...”

Palabras más o menos, el razonamiento anterior, dicho por un estudiante universitario en el día 101 de la Cuarta Transformación fue una manera, la suya, de sintetizar el rumbo por el que marcha hoy el país y, sobre todo, su forma de sustentar y refrendar su voto de confianza hacia el Presidente y su administración.

Leemos docenas de análisis y comentarios sobre aciertos y fallas de los primeros 100 días de gobierno. Tendemos a imaginar que la ciudadanía hace ponderaciones elaboradísimas sobre los hechos políticos. La verdad es que no siempre —o casi nunca— es así, y parece que quien antes y mejor lo ha entendido es el propio Andrés Manuel López Obrador.

El nuevo gobierno ha hecho muchas de las cosas que prometió: está induciendo en la mayoría de la sociedad la percepción de que estamos ante un cambio profundo, de que estamos atravesando un puente entre un antes y un después, en relación con las decisiones políticas y la administración de los bienes públicos.

Los altísimos niveles de aprobación del Presidente en las encuestas no pueden explicarse si aislamos cada una de sus ocurrencias, afirmaciones o acciones disruptivas del conjunto. No obedecen a que vendiera el avión o las camionetas Suburban; tampoco a que cancelara la construcción del aeropuerto de Texcoco; mucho menos a que mandara al desempleo a miles de burócratas o a que haya probado la elasticidad de su respaldo social formando a la gente en largas filas para conseguir gasolina. La explicación parece estar más bien en la suma de todo ello, debidamente colocado bajo el manto de un relato bien planeado y mejor ejecutado, que tiene un alto impacto en el ánimo colectivo o, como él diría, en el corazón del pueblo.

Pero la narrativa no está hecha sólo de falacias o promesas insustentables. Está construida sobre un diagnóstico preciso, que se nutre día a día de más y más evidencias sobre la corrupción que imperó y ensombreció la vida pública, y que saboteó en buen grado el anhelo de un país democrático, de libertades y derechos, moderno, desarrollado, justo y apegado a la ley, que había impulsado la transición a la democracia.

Cuando no es otro megafraude en la venta de medicinas o en la construcción de infraestructura pública son los abusos de los bancos o de la alta burocracia o la impunidad de los exgobernadores que alcanzó hasta para proteger a las organizaciones criminales de la más diversa índole. La evidencia corroe el ánimo, enfurece, ofende y alimenta la esperanza de que lo que lo que sigue, venga como venga, y cueste lo que cueste, pueda ser mejor. Qué más da que la Corte de Justicia sea una oficina más del Presidente, si es él quien conduce la ansiada transformación.

El Presidente siembra y cultiva con maestría esta percepción. No hay día en que no señale a los corruptos, conservadores, fantoches y ambiciosos que según su valoración tienen a la patria hundida. Por supuesto, contra aquello se erige él mismo, dispuesto a dar la vida, “antes muerto que traidor”. Esa es la dimensión de la gesta y cada 100 días tendremos más información.