Estas semanas han sido, para México, un recordatorio de los vestigios políticos que el país sigue cargando. De cómo nuestra política exterior aún se rige por ideas del pasado y, a veces, hay que recordar los ideales de dónde emanaron. Criticando al presidente, llegamos a ver un sistema más grande —e incomprensiva— que lo llevó al silencio. Sobre todo, estos días que van pasando, son testimonio de cómo la inacción, aunque parezca atractiva para la política de antes, puede llegar a costarnos caro.
El tema del momento es la guerra en Palestina, declarada por el Estado de Israel tras un ataque sorpresa del grupo terrorista Hamás. El conflicto entre ambos pueblos es tan largo como la misma existencia del Estado israelí. Desde sus principios, ha habido quejas de ocupación por el pueblo palestino y de ataques por el pueblo israelí. A ello se añade la difícil posición de Hamás, que inicia como fuerza política para luego volverse en grupo terrorista que, por medio de un golpe de Estado, tomó control de la franja de Gaza en 2007. Pero eso no es el tema central de este ensayo. Resumir, en una sola columna, las complejidades del conflicto, sería un abuso inmenso de la brevedad. Lo que basta destacar, para propósitos de este argumento, es que el pasado 7 de octubre, en busca de castigar a Israel por años de tensiones, Hamás orquestó un ataque donde asesinó a más de 1,300 israelíes. Acto seguido se declaró la guerra y, al momento de redactar este ensayo, más de 2,750 palestinos habían perdido la vida y otros 9,700 resultaron heridos en el conflicto.
Lo que quiero discutir, sin embargo, se dio al otro lado del mundo, en nuestra capital, cuando el presidente Andrés Manuel López Obrador, tras la declaración de guerra, comentó del tema en su conferencia matutina de prensa. Sus palabras, venían plagadas de evasión: «nosotros no queremos tomar partido porque queremos ser factor para la búsqueda de una solución pacífica». Poco después, la embajada de México en Israel criticó directamente al presidente, pidiendo que condenara los ataques de Hamás. Éste solo contestó aclarando su posición en contra de la guerra general. Mientras el mundo tomaba bandos ante un conflicto devastador, México se quedó en las gradas de espectador.
Lo alarmante es que hay cierta lógica en las declaraciones del presidente y ciertas tendencias ancestrales (más lo segundo que lo primero, como pronto mencionaré). Es cierto que, la neutralidad, permite ser un árbitro para la negociación —aunque no queda claro que México, tan lejano de la realidad del Medio Oriente, sería el árbitro idóneo cuando se quiera finalizar el conflicto—. De querer serlo, México debería tomar un papel activo en su resolución, en el envío de apoyo a las víctimas de ambos bandos y en establecer corredores humanitarios para los inocentes. No puede pedirse una resolución en palabras sin buscarla en práctica. Ya quedará en manos del presidente y la Secretaría de Relaciones Exteriores honrar esa promesa para que no quede en comentarios pasajeros si, genuinamente, es su deseo.
No es la primera vez en que el presidente López Obrador se abstiene de comentar sobre temas ajenos a México (véase, por ejemplo, la falta de comentarios sobre las crisis en Nicaragua o Venezuela). Pero lo interesante es que no es su culpa; no es la primera vez que México, independiente de su presidente, evade la presión de la política exterior. Hay, sobre él, una fuerza mayor. Solemos como regla general, esquivar comentarios del mundo ajeno. Es un vicio que cargamos desde tiempos ancestrales; desde 1930 para ser puntuales. Entonces el secretario de relaciones exteriores, Genaro Estrada, se encargó de codificar la columna vertebral del México por un comunicado oficial: la creencia que ningún país requiere reconocimiento ajeno para establecer su soberanía. Es decir, México no tiene la facultad de reconocer o deslegitimar al gobierno de un pueblo; le corresponde a cada pueblo hacerlo a sus tiempos.
La Doctrina Estrada, como se le conoce a este principio, ha ido mutando en un no-intervencionismo generalizado. Al decir que México debe abstenerse de comentar en temas ajenos y velar, solamente, por valores universales como la paz mundial. Vive, inclusive, en nuestra Constitución, donde consagramos los pilares de nuestra política exterior con el mismo aire esquivo con que tratamos tantos temas internacionales. Está en el artículo 89 —en las facultades del presidente—, donde se rige, nuestra conducta con otras naciones, por principios de «la autodeterminación de los pueblos; la no intervención; la solución pacífica de controversias» entre otros tantos calificativos. Nuevamente, el dejar que otros determinen problemas velando, exclusivamente, por la paz como principio. Un poco de distancia y un par de malabares verbales nos llevan a nuestro presente de inacción.
López Obrador, entonces, al evadir comentarios sobre la guerra en Palestina, no hace más que seguir un patrón tan antiguo que habita en nuestra constitución. No es, como tal, una postura sorprendente. Aunque ha recibido críticas de la oposición por su conducta, es quizá, más importante, cuestionarnos los principios que nos llevaron a la inacción. Ver que hay todo un cuerpo legal que respalda su postura. Si estamos, hoy día, cuestionando nuestro silencio, habría que ver las manos que, desde hace tiempo, nos han cubierto los labios.
Así caemos en el inacción con respecto a Israel y Palestina. Lo hacemos, sin percatarnos que, al evadir condenas, solo genera un descontento general con todos los actores. Para el pueblo israelí, ignoramos un ataque terrorista sobre ciudadanos inocentes —una afrenta difícil de ignorar—. Para los Palestinos, criticamos una guerra sin tomar acciones al respecto —podrán agradecer la falta de condenas pero criticar la ausencia de medicas concretas—. Para los prospectos de paz, quedamos lejos de la región y sin un interés claro, fuera de las promesas, en llegar a una resolución. ¿Quién queda satisfecho con ello?
Esta columna no quiere criticar la falta de apoyo a Israel o Palestina; es la falta, general, de comentarios. Siendo la quinceava economía del mundo, con millones de ciudadanos en el extranjero, deberíamos tomar un papel más activo en el mundo del cual somos ciudadanos. Entender que una cosa es criticar la soberanía de otro pueblo y otra, distinta, tener posiciones claras ante barbaries. Aunque esa posición, me parece, no es tema de esta columna.
Entiendo, sin duda, porqué el presidente López Obrador actuó de esta manera; lo que no entiendo es el sistema político que lo llevó a actuar así.