Abrazo de mil hilos

30 de Noviembre de 2024

Diana Loyola

Abrazo de mil hilos

diana loyola

Antes de irme a vivir a Francia, en una de esas comidas que no sólo alimentan el cuerpo, sino que consienten también el alma, un grupo de amigas queridísimas me regaló un rebozo “para que te abraces con él si necesitas que te abracemos”. ¿Qué otra verdad podía ser más contundente para mí en ese momento que aquel rebozo era una extensión de sus brazos? Rogué no tener qué usarlo demasiado en aquel exilio autoimpuesto, pero mis ruegos no fueron atendidos.

Los duelos derivados del destierro me invitaron a usar aquel rebozo como consuelo constante, había algo en sus hilos que me confortaba. Entretejidos estaban los cariños, las caricias de aliento, la compañía silente y comprensiva, la contención. Los abrazos atravesaban mares y viajaban kilómetros para rodearme con esa urdimbre casi mágica. De a poco, el sólo hecho de ver mi rebozo me brindaba el calor que me robaba el aire gélido del otoño y del invierno europeos. Fui acostumbrándome a la vida de esos lares, abrazada por ese rebozo aunque no lo trajese puesto.

A mi bebé decidí traerlo en un fular (esos modernos rebozos larguísimos que permiten cargarlos de muchas maneras, pero siempre pegados al cuerpo de la mamá) y así lo cargué por meses, mientras hacía el súper, caminaba interminablemente descubriendo la ciudad, cuando llevaba al hermano mayor a la escuela, doblaba la ropa o disfrutaba del atardecer en el balcón. A él, como a mí, el simple hecho de ver el fular lo calmaba. Hacía siestas si le apetecía y sabía que podía bajarlo a gatear en el momento que lo pidiera. Sé que le hizo bien, la contención, el abrazo eterno, el latir del corazón que más lo amaba cerquita de su oído.

Los abrazos son mucho más que rodear con los brazos a alguien. Es fundir la propia energía con la del otro, es regalar calor, apapacho, dejar una huella profunda e indeleble en el organismo, en la psique, en las emociones. Al abrazar damos y recibimos, convertimos un gesto simple en uno íntimo, furioso o suave, con las cabezas una al lado de la otra o de frente, con la mirada cómplice, con los brazos al cuello, la espalda o la cintura, pero sintiéndose mutuamente. Es increíble la transformación de este abrazo al habitar los hilos de un rebozo, se transmuta la energía en intención, el cariño en tibieza y los brazos en largas tramas que acogen al cuerpo y sus emociones.

Pienso en la costumbre indígena de traer a los niños amarrados durante sus primeros años a la espalda de sus madres, durmiendo al compás de sus movimientos, observando la vida desde ese lugar de privilegio, sentirse seguros, tranquilos. Qué cultura más sabia y más agotadora. Me gusta mucho una frase de Edward Paul Abbey que dice “Creo sólo en lo que puedo tocar, besar o darle un abrazo. El resto es solamente humo”. El abrazo nos conecta con nuestra humanidad y con un abanico de emociones.

Hilos de algodón, seda, lana o articela, se entrelazan en tejidos llenos de colores y simbolismos que identifican las manos de quienes los hicieron, la región y el arraigo de las mismas. La Virgen de las Angustias (patrona de las reboceras), seguro les habla al oído para alentarlas a poner el corazón en ellos, por eso abrazan tan bonito, por eso se convierten en extensión de los brazos, por eso confortan, contienen y consuelan, calientan la piel y de paso el alma, por eso los niños que crecen envueltos en ellos son tranquilos, por eso laten y cubren y bailan. Los rebozos son abrazos de mil hilos. Qué fortuna tenemos de que existan en nuestra cultura, de que nos acompañen desde siempre, de que nos reflejen un poquito de lo que somos.

@didiloyolaA