Anoche no pude conciliar el sueño, me fue difícil relajarme tras enterarme del robo a una muy querida amiga. Me telefoneó para contarme que entraron a robar a su casa. Penoso evento, violento e invasivo. No importó que viviera en una cerrada de sólo 5 casas, que fuera pleno día o que los vecinos (siempre atentos a lo que pasa en el condominio) estuviesen en sus casas. Los ladrones entraron, violaron ese espacio íntimo moviéndolo todo, hurgando en cada puerta, cajón o cómoda, tomando aquello que iban encontrando atractivo o de valor. Y se fueron, así sin más, sin que nadie los interrumpiera en la huida.
Mi amiga estaba en shock, sin entender bien a bien cómo pudo pasar, sin querer preguntarse el por qué le ocurrió esto y al mismo tiempo haciendo un esfuerzo por cuestionarse el para qué. Llamó a la policía antes que a mí, ellos se encargaron de verificar que los rateros no siguieran dentro de la casa. Luego entró, recorrió con miedo cada habitación, notando entre el desorden los espacios vacíos donde antes estaban sus aparatos, televisores, computadora y otros electrónicos, objetos con valor sentimental y claro, la caja fuerte.
La acompañé desde el profundo cariño y solidaridad que me vinculan con ella, pero también desde la empatía que me daba la propia experiencia. Su llamada me movió poderosamente porque me hizo recordar cuando entraron a robar al departamento en el que me instalé, junto con mi esposo, recién nos casamos. Fue una tarde de diciembre, con mi entonces beba en brazos, que subí la escalera y me topé con la desconcertante imagen de la puerta de mi apartamento entreabierta. De inmediato intuí que algo no estaba bien, no contemplé la idea de haberla cerrado mal. Llamé a mi esposo y a la policía, ellos revisaron que se hubiesen ido los intrusos. Cuando entré, sentí cómo el pulso se me aceleró, sentí miedo y náusea al ver a mi alrededor. Por todos lados, desorden, cosas tiradas, cosas faltantes… lo de siempre en estos casos.
Del miedo pasé a la paranoia, ¿estarían cerca todavía? ¿regresarían? ¿sabrían que estábamos ya en casa? Luego el enojo y la sensación de haber sido abusada, vulnerada en el espacio sagrado donde debía sentirme más segura, mi casa. La ropa interior en el piso y todo lo de valor en ninguna parte. Lo que más lamenté perder fue la tranquilidad, lo de menos fueron los apegos materiales. Me mudé al día siguiente y caí en depresión por varios meses. Veía un sospechoso en cada persona en la calle, me invadió la desconfianza y me abandonó el sueño. El proceso de recuperar mi centro fue lento y difícil, necesité muchas sesiones de terapia y voluntad de volver a sentirme bien, para retomar mi vida y mi salud física y mental. Fue mi proceso y con el tiempo constaté que también lo es para muchas personas que atraviesan por la misma situación.
El aumento en los robos de casas habitación “sin violencia” en México (no hay robo que no sea un acto violentador), ha registrado un aumento sostenido en los últimos 17 años, así como las denuncias de los mismos, que en la última década ha crecido en un 46% -de acuerdo con datos del Instituto Nacional de Estadística, Geografía e Informática (INEGI)-. Otra cifra interesante es que 84 de cada 100 robos en casas, se dan cuando sus inquilinos no están. Además, este tipo de robos son más frecuentes en el verano. Teniendo esta información, podemos prevenir y protegernos, organizarnos con los vecinos, comités de vigilancia, cámaras y alarmas, opciones sobran. Ser proactivos nos fortalece como sociedad, nos hace más conscientes y nos ayuda a mejorar nuestra calidad de vida. No dejemos para mañana lo que nos puede conferir una mayor seguridad hoy.
@didiloyola