“Las emociones son para uno mismo, los hechos son para los demás”, dijo el terapeuta justo antes de cerrar la sesión. No es difícil de entender, cuestión de asomar la nariz a nuestras emociones, a lo que nos provoca la vida, las personas, las situaciones. Podemos sentir el amor, podemos experimentar la rabia o vibrar con aquello que nos encanta, cuestión de prestar atención a lo que se crea en nosotros a partir de lo externo. Hay muchas maneras de integrar lo que nos genera el exterior y en general es una experiencia personal y silenciosa. Por otra parte, demostrar lo que sentimos, convertirlo en hechos, manifestarlo, es para los otros. Una acción es más elocuente que las palabras, aunque éstas sean repetidas incesantemente. La incongruencia entre lo que se dice y lo que se hace puede devenir en sufrimiento, tanto el propio como –lamentablemente- el ajeno. En un lenguaje sutil, esto corresponde a la desconexión del corazón con la mente. El primero buscando dar, con certezas, con intenciones, con voluntad. La segunda buscando protegerse, dando paso a los miedos, a la incertidumbre, a la mezquindad. Y entonces no hay manera de entender por qué si nos dicen que nos aman, nos lastiman, o al contrario, decimos amar y herimos; por qué si nos dicen que somos prioridad, nos dejan al final de sus pendientes; por qué si decimos que algo es importante, hacemos primero lo urgente, y un muy largo etcétera. La mente jugando con nuestros miedos, al rechazo, a no ser suficientes, a no merecer, nos mete el pie al momento de demostrar, de ser para el otro. Ojalá siempre sentir fuese hacer, aunque nos exponga. Hacer, desde lo más simple hasta los grandes esfuerzos, nos regala la oportunidad de darnos y de dar a otros. Que lujo dedicar tiempo a algo, a alguien. Hay una transmutación de lo que se siente en lo que se ofrece, una muestra contundente de lo que queremos para el otro (y para sí mismo, claro), y el hacer es un constante avanzar, porque hasta los fracasos son pasos hacia adelante, se aprende y aprender siempre es ir hacia adelante. Hacer sobre no hacer, sin duda, pero en congruencia con lo que sentimos. El alma idealmente se educa a través del ejemplo, pero es la conciencia la mayor maestra y ésta no se adquiere sin una voluntad de ser mejores personas. Un alma educada, templada, consciente, es empática, logra mirar al otro en sus necesidades, en sus heridas, en sus gustos y pasiones. Esto nos convierte en seres que sienten y que logran transmitir lo que sienten, y entonces las piezas se acomodan, los vínculos se fortalecen, las relaciones crecen. Ojalá sucediera más, ojalá alguien nos guiara en ese camino, ojalá una asignatura que nos enseñara a ser congruentes. Conectar nuestro corazón a nuestro cerebro, lo que sentimos con lo que hacemos, incluye deshacernos de viejos patrones, de ideas heredadas, de miedos aprendidos. Es integrar todas las memorias y edades en las que hubo traumas y desafíos y trabajar en ellos para aprovechar los aprendizajes y liberar el dolor y sufrimiento, fortaleciendo nuestro corazón, sabiendo que un corazón activo y fuerte procesa el pasado de manera diferente. Es también pedir que todos los viejos patrones, memorias, falsas creencias, emociones y ataduras que nos afecten negativamente se debiliten, pierdan fuerza y se disuelvan, para poder escuchar a nuestro ser esencial y hacer en pro de algo, sumando y transformando hacia un bien mayor. Concluyo que le doy la razón al terapeuta, que muy generoso me dejó un regalo justo antes de cerrar la sesión: “Las emociones son para uno mismo, los hechos son para los demás”. @didiloyola