El Día de Muertos, mis hijos me llevaron al cine a ver la nueva película de Disney-Pixar llamada Coco, les gustó tanto cuando fueron que no querían que yo me la perdiera y de paso (sólo de paso), aprovecharon para verla una segunda vez. No voy a negar que lloré, lloré mucho porque soy chillona y porque extrañé —como hace mucho no lo hacía— a mi abuelo, ese señor amoroso y generosísimo que decidió morirse hace 13 años. Sí, lo decidió. Camino al hospital, amenazó con morirse antes de tener que entrar a ese lugar que evitó pisar toda su vida. Nos lo cumplió.
Mi abue era niñero, disfrutaba rodearse de niños y consentirlos, porque le gustaba, porque podía y porque para él la sonrisa de un niño era sumamente valiosa. En pocos años se hizo abuelo de 10 nietos (aunque más tarde llegaron algunos más), y nos llevaba a todos —menores de ocho años— a Chapultepec, al Centro, a caminar por las vías del tren hasta que el cansancio nos hacía volver, a la cine-permanencia-voluntaria del Palacio Chino o del cine Ópera. Un hombre y 10 niños pequeños por doquier. No entiendo cómo se animaba, pero lo hacía y todos esperábamos el fin de semana para correr a abrazarlo, para ganar su mano y tomarla antes que cualquier otro, para que nos contara historias o nos llevara de paseo o a la tienda, a comprarnos todas las cochinadas que pidiéramos. Estar con él era salir a pasear aunque termináramos todos en León, unas horas después sin permiso expreso de nuestros papás, sin pañales, mudas ni a dónde llegar, era divertirnos, era pueblear y orillarnos todo el tiempo en las carreteras a comprar cajeta de Celaya, fresas de Irapuato, o visitar a “las tías” convertidas en las momias de Guanajuato, era construirnos (sin darnos cuenta) una estructura interna fuerte, era sentir que merecíamos felicidad. Aunque ya cansado nos mandara a “hondear gatos de la cola”.
Mi abuelo tenía una memoria increíble que por supuesto —y lamentablemente— no heredé. Recitaba poesías aprendidas en la primaria y tenía un método infalible (que usó con todos los nietos) para enseñarnos las tablas de multiplicar. Hoy sé que nos enseñó a multiplicar también nuestras sonrisas.
Llegó a premiarnos por confesar que habíamos roto un ventanal jugando, por haber dicho la verdad, por no justificarnos. Nos llevaba a rezar a la iglesia y los miércoles de ceniza salíamos formados con la frente marcada sin entender el ritual. Era católico aguerrido, aunque en eso no nos pudo educar. Tocaba guitarra torpe, pero sentidamente, nos enseñaba canciones de tríos y lloraba cuando se las cantábamos. Nos enseñó a jugar dominó y ser tahúres en el solitario. Nos entretenía con juegos mentales y nos daba premios si respondíamos bien las capitales de la República. Nos hacía brindar con jugo de uva y nos enseñó a comer pancita, birria, caldo blanco y escamoles. Improvisaba el mejor guacamole del mundo (porque los ingredientes cambiaban cada vez).
Manejaba horrible, pero eso no nos impedía divertirnos en el camino mientras gritaba “idioto” a quien osara cruzarse en su camino, no toleraba que lo rebasaran y tenía una técnica personalísima para volarse los topes. Con todo, nunca nos sentimos inseguros y jamás tuvimos un accidente mientras él manejara.
Presumía a nietos y bisnietos con vecinos, amigos y hasta con los marchantes. Éramos tan importantes para él como él para nosotros. No hay palabra en que logre transmitir la profundidad del amor, del agradecimiento, del reconocimiento, del respeto, del valor que sentimos al recordarlo. Me gusta pensar que en cada uno de sus nietos existe la semilla que él sembró a través de sus actos y que todos somos una parte de él. Yo quiero ser así cuando sea abuela, sin reservas al dar su amor.
En Coco hay una idea guía: que la gente vive mientras la recordemos. A mi abue lo sentí junto a mí en el cine, comiendo el Toblerone que acostumbraba comprarnos. ¿Y ustedes, con quién van a ver Coco?
@didiloyola