Lo juzgué. Nunca soporté su propensión a ser empático en la tristeza, sólo en la tristeza. Me caía mal su susceptibilidad exacerbada, su tendencia a acompañar desde el dolor, su tono eternamente melancólico y su estar taciturno y victimista. Sabía que su infancia no fue sencilla, pero ¿quién la tiene fácil? Por más que se esfuercen los papás, siempre habrán heridas, incomprensiones y dolores en los hijos. Yo no lograba contactar con sus penas y mis esfuerzos por mirarlo me dieron únicamente para sobrellevar una relación cordial con él, a pesar de que el grupo de terapia al que ambos pertenecemos, lo acogió muy pronto en su seno. Hoy lo viví diferente, abrió un tema de abuso sexual infantil -del que fue víctima por varios años-, y llenó el espacio con la culpa que sentía, con sus miedos y su rabia. De niño sabía que no estaba bien lo que le hacían, que en la iglesia (donde era monaguillo) el cura le había dicho que todo lo sexual era pecado, pecaba porque lo obligaban y se odiaba por haberlo llegado a disfrutar... fueron tantas veces, tantos años, tantas personas atropellando su integridad física, abusando de su indefensión asumida… Mi corazón se contrajo, me dolió hasta la fibra más profunda. El instinto maternal de leona iracunda por el ultraje a uno de sus cachorros, se apoderó de mis vísceras, quise con todas mis fuerzas abrazar a ese niño abusado y con el mismo ímpetu, castigar a los perpetradores. Quise llorar, rodear con mis brazos al adulto vulnerado y acompañarlo en el silencio más amoroso y contenedor del que soy capaz. Nada pude. Salvo sentir vergüenza por todos estos años de incomprensión. Nunca lo miré, hasta ahora no había podido reparar en nada más que en esa tristeza enquistada, en esa pena disfrazada de debilidad, en ese adulto que no había podido encontrar su lugar en el mundo. Solitario, busca en la meditación, en la yoga, en terapias, cursos y retiros, la paz que no encuentra dentro. Vaya ceguera la mía. Escribe, pinta, hace poesía con palabras y con flores, lee e investiga muchísimo. Todo esto en una suerte de catarsis. Le digo que bajo mi mirada él transmuta, transforma su dolor en hermosura, en palabras, trazos, colores y dibujos. Se siente incomprendido, me responde con el llanto agolpado en la garganta: “para mí, observar mi obra no es bonito. Es ver mi dolor de frente y tratar de explicármelo, es pintarlo a falta de palabras para expresarlo”. De pronto lo comprendo, volví a ser una invidente, me quedé con su obra y la belleza sublime que la habita y no con él, con su conflicto, con su intento de vaciarse en sus quehaceres. Me apena darme cuenta de la dificultad que casi todos tenemos de mirar al otro, de dejar a un lado el ego y abrazar al ser complejo que se expone ante nosotros. Me siento humilde y triste y convulsionada. Por primera vez veo de cerca la fuerza devastadora de la violación, que genera en el alma memorias indeseables, culpas gratuitas y una sensación que pareciera infinita de injusticia y dolor. Siento conectarme con todo aquello que me molestaba de él, lo valido, lo ubico y me perdono por no haber tenido las herramientas para entenderlo. No sé si algún día ese dolor lo abandone, lo que sí sé es que yo pienso acompañarlo tanto como él me permita. ¿Cuántas historias similares nos rodean sin estar conscientes de ello? ¿Cuántos adultos son sobrevivientes de abuso sexual infantil? ¿Cuántos niños se sienten desprotegidos aún teniendo 40 años? Mi corazón se siente roto y con ellos. Siento urgencia por prevenir, educar, enseñar a los niños a cuidarse. Tomemos todos cartas en el asunto. No más abuso infantil. Suplico. @didiloyola