No deja de asombrarme la valentía que se requiere para enfrentar la pérdida de un ser importante. En medio del desconsuelo repetimos incesantemente los recuerdos que nos vinculan a los seres que perdimos, nos cuesta renunciar a lo único que en esos momentos sentimos que nos une a ellos: los momentos compartidos, las remembranzas, el amor que sentimos. El cuerpo ya no está, el abrazo se convierte en un intento de atrapar lo que sólo es un vacío. La voz ya no responde, el olor no lo es más, la risa es un silencio y todo lo que existe es aquello que llevamos dentro. Somos una mezcla imperfecta de un montón de cosas. Somos lo que comemos, somos lo que pensamos, somos lo que nos apasiona, somos lo que olvidamos… y dicen que no desaparecemos mientras haya alguien que nos recuerde, que nos piense o nos relacione con algún vestigio de lo que fuimos. En nuestra piel hay memoria, en nuestros órganos, en nuestro cerebro. Somos mucha información junta, nos moldeamos conforme aprendemos, nos adaptamos y cambiamos según vayamos requiriendo. Y en esas múltiples memorias es fácil guardar a la gente a la que amamos. Olvidamos como estrategia para poder vivir, perdemos datos en lo más recóndito de la mente porque no nos sirven o porque los bloqueamos, ¿qué caso tendría recordar cuántas manzanas hemos comido en la vida o revivir el impacto de un evento traumático una y otra vez? Los recuerdos se pierden como fallos de recuperación más que como olvidos, lo que perdura es porque se repite, para recordar algo importante, hay que experimentarlo constantemente. Seguimos un modelo de olvido, sin duda, desechamos detalles, momentos, antecedentes. Así, ante una pérdida dolorosa, el tiempo hace su parte, pero atravesar el duelo puede ser una pelea con nuestras muchas memorias. Sin la voluntad de recuperarse, el dolor no se diluye. Extrañar a alguien es más que simplemente hacernos falta, es no ser la persona que éramos frente a aquel que ya no está, porque también somos en relación con el otro. Explorar ese dejar de ser puede resultar devastador, porque llorar una pérdida es llorar también la muerte de quiénes éramos para el que se fue. Hay mucho de egoísmo en un duelo. No dudo que sintamos paz y hasta alegría porque un enfermo que amamos deje de sufrir, porque un cuerpo que aprisiona un alma libre ceda ante la muerte, pero sin duda hay un egoísmo al quererlos tener físicamente con nosotros, de no sentir el abandono, de no querer dejarlos ir porque los necesitamos, porque los sentimos indispensables para sentirnos más completos, o menos incompletos, valga corregir. Olvidar implica que no es posible recordar, y eso en algún sentido no existe, almacenamos todo en nuestro cuerpo, en nuestra mente, somos selectivos al recuperar los recuerdos pero todo está ahí, para bien o para mal. Es más fácil recordar algo que dejamos atrás en la memoria cuando lo reaprendemos, a menudo adquirimos formas más profundas de entendimiento sobre ello. Eso nos vincula de maneras más significativas con los que ya no están, cuando volvemos a hacer algo que compartimos, la nostalgia nos abraza, nos permite valorar más y entender mejor el recuerdo. Fluir con las pérdidas nunca es fácil, se necesita ser valiente para lidiar con uno mismo, con los pensamientos, las lágrimas, la tristeza, para atender el cuerpo físico que no entiende por qué el otro cuerpo ya no está, no descuidar la vida, existir a pesar de todo… el paso de los meses ayuda pero no es determinante. Recuperarnos es el reto, reconstruir quiénes somos ante las nuevas circunstancias, seguir siendo uno con todo y las personas que nos faltan. Honrarlos, amarlos a distancia, agradecerles… y continuar. @didiloyola