Cuando quiero o necesito llorar, cocino. Me encanta echarle la culpa de mi llanto a la cebolla. Lloro a gusto, sin necesidad de dar explicaciones, lloro hasta que me queda bien lavada el alma y bien caramelizada la cebolla. Confieso que hubo un tiempo en el que comimos sopa de cebolla con cierta regularidad.
Para prepararla, cortaba con parsimonia (aún lo hago) una cebolla grande por comensal —cebolla francesa, de esas que tienen la piel dorada porque es más suave de sabor—. La corto fina y con cuchillo, porque usar la mandolina me quita valiosos minutos de desahogo y llanto. En una olla de hierro esmaltado a fuego muy bajo, pongo una cucharada de mantequilla y todas las tiritas de cebolla. De a poco sudan, se transparentan y no dejo de mover y remover para que se cocinen parejitas. Lloro y muevo, muevo y lloro. Pretexto hay.
Agradezco que las cebollas tarden tanto en tomar color, es tiempo que me regalo para pensar, meditar, acomodar las ideas o simplemente abandonarme al abrazo de alguna emoción. Pasados unos cuarenta minutos, mi mente en general ya está tranquila, mi brazo cansado y las cebollas con un maravilloso color dorado, si no es así, el truco que uso es ponerles una cucharadita de azúcar moreno y dejarlas otros cinco minutos hasta que estén hermosas, muy suaves y de color caramelo.
Espolvoreo una cucharada de harina de todo uso y, sin dejar de mover, cocino hasta que se dore y forme un roux rubio con olor a nuez. En este punto mi corazón empieza a conformarse, no hay pena que resista el olor a cebolla caramelizada. Vierto un litro y medio o hasta dos litros de caldo oscuro de res, salpimiento y dejo cocinar todo por media hora más.
El horno precalentado espera paciente las rebanadas de baguette o flauta (baguette delgada) para tostarlas. Me gusta cortar un ajo por la mitad y untar los panes con él antes de hornearlos, los tuesto hasta que quedan crujientes y con bonito color. Para entonces los olores que invaden la cocina ya formaron una fiesta en mi cerebro. Pan tostado, caldo en ebullición y una copita de tinto que bien ayuda a relajarse y disfrutar. Rallo el queso (gouda, emmental, gruyere o una mezcla) y me robo trocitos que meto a mi boca justo antes de beber el vino.
Para montar la sopa la pongo en tazones de porcelana blanca con simpáticas cabezas de león en ambos lados, coloco un par de crotones del pan recién tostado, queso rallado en cantidades no decentes y lo pongo de vuelta al horno en modo parrilla para que se gratine el queso. La sirvo caliente y humeante, con ganas de compartir la vida y disfrutarla juntos.
Una vecina que tuve en Francia hacía puré con parte de las cebollas hervidas y ponía un poco sobre cada rebanada de baguette ya tostada, los cubría de queso y los gratinaba aparte. Una vez servida la sopa, ponía el crotón ya preparado. También la llegué a probar con el puré ligado con salsa béchamel, una delicadeza. De cualquier manera esta sopa para mí es un alivio, un refugio, una manera de transmutar las lágrimas en goces, de compartir la oportunidad de calentarnos la panza con algo delicioso, de hacernos cariños en cada bocado.
Cuando los días no son lo que esperaba, la frustración o la tristeza se apoderan de mi mente, el desazón o las vicisitudes me llenan las horas, sé que es momento de cocinar, de hacer magia y alquimia, pues sé que el día con una buena sopa de cebolla, siempre termina sonriendo.
Estudié gastronomía y joyería, por lo que deduje que lo mío eran los laboratorios donde las materias primas se transforman en experiencias.
@didiloyola