La prisión estatal de Piedras Negras, en Coahuila sirvió entre 2010 y 2011 como un búnker del cártel de Los Zetas, revela un reporte elaborado por El Colegio de México basado en documentos oficiales, testimonios y datos públicos. Dirigido por los investigadores Sergio Aguayo y Jacobo Dayán, el informe “El Yugo Zeta”, revela un expediente de la fiscalía estatal de mil 535 folios con un centenar de declaraciones que describen la vida criminal dentro de la prisión. El documento señala que en el interior del penal, el grupo criminal instaló talleres utilizados para modificar vehículos, confeccionar uniformes, encerrar a secuestrados y disolver en diésel los cadáveres de sus víctimas. Según la investigación, la venta de droga y las extorsiones a los internos financiaban la compra de voluntades de las autoridades penitenciarias; el reporte calcula que el cártel reunía el equivalente a unos 75 mil dólares al año. Los sobornos pagados a los funcionarios eran simbólicos e iban desde los 50 dólares al mes para un guardia raso a 500 dólares pagados al director del penal, e iban acompañados de intimidaciones. El líder Zeta de la cárcel, un expolicía municipal cuya identidad no se menciona en el documento, lo mismo salía del penal a tomar un café custodiado por guardias, que se liaba a disparos por pura diversión o seleccionaba a esposas de los internos para mantener relaciones sexuales. El jefe criminal tenía 34 colaboradores cercanos y otras 58 personas a su servicio, quienes realizaban las tareas de confección de uniformes, modificación de vehículos y carpintería, según el reporte. La tarea más delicada y la mejor pagada por el cártel, a 300 dólares por noche, era la de los 20 “cocineros” encargados de disolver los cadáveres de las víctimas del cártel. De acuerdo con los testimonios, algunas víctimas llegaban vivas y eran asesinadas en el penal de un disparo o un martillazo en la cabeza. Algunas eran desmembradas antes de quemarlas con diésel en tanques de 200 litros.
Cuando se cocinaba a las personas éstas se iban haciendo chiquitas y se les iba picando con un fierro hasta que no quedaba nada… luego se empinaba el tonel para vaciar los residuos en el suelo […] que la mera verdad era muy poco”, declaró el jefe Zeta en diciembre de 2014.
Los restos que quedaban de las víctimas eran esparcidos en varios lugares cercanos, entre ellos un río o un campo de fútbol. Junto al área donde se desintegraban los cuerpos de las víctimas se levantaba una de las torres de vigilancia del penal, el cual era controlado por Los Zetas mediante amenazas y castigos. Varios presos al servicio de Los Zetas tenían armas, según el reporte; salvo los jefes de turno, ningún guardia portaba alguna, además de que había miembros del cartel que llegaban de fuera con rifles. Los guardias que debían estar en las torres eran llevados a otros lugares y los internos eran encerrados en sus respectivos módulos. Según la descripción proporcionada por el líder de la prisión, vehículos con los condenados bordeaban el perímetro de seguridad hasta detrás de los talleres. Las torturas se hacían en la zona de máxima seguridad del penal, mientras que los talleres de reinserción eran un negocio Zeta de modificación de vehículos y confección de uniformes. Además, la prisión era también usada como refugio de líderes para evitar su detención o lugar de fiestas, en las que a veces no faltaron vacas que mataban allí mismo para alimentar a los asistentes. El informe contó con el apoyo del gobierno estatal, el órgano federal de atención a víctimas, la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH) y de colectivos de víctimas. Los creadores del documento señalaron que la fiscalía federal y la cancillería no proporcionaron ninguna información. Los investigadores aseguran que miembros del gobierno estatal y federal sabían lo que ocurría en el penal y denuncian que pese a eso siguieron subsidiándolo. La CNDH dijo públicamente en 2011 que la prisión estaba controlada por los internos y que ni siquiera pudo entrar porque no se garantizaba su seguridad (Foto: Especial). MR