Se cumplen cien años del nacimiento de Juan Rulfo. Aunque algunos todavía insisten en que el magnífico escritor nació en 1918.
Por ello y porque no hallo hoy otra manera de decirlo, parafraseo libremente el último tramo del cuento en que alguien espera que su hijo sobreviva mientras lo carga y dialoga con él hasta que llega a donde debe llegar y su heredero de nada ya no escucha ni a los perros.
Cada quien que lo entienda como quiera. Yo creo que en un segmento central de la elite política no escuchan o fingen que no lo hacen.
Va:
Allí estaba ya el pueblo bien jodido. Vio brillar los tejados bajo la luz de la luna después de salir de la gasolinera con unos litros para guardar en un garrafón de 18 litros que de nada servirían de todas formas. Tuvo la impresión de que lo aplastaba el peso de su hijo al sentir que las corvas se le doblaban en el último esfuerzo para sobrevivir a los aumentos, la incertidumbre, el abandono, el desempleo, la pobreza la jodidez toda.
Al llegar al primer tejaban, se recostó sobre el pretil de la acera y soltó el cuerpo, flojo, como si lo hubieran descoyuntado, de la misma forma como cuando le prometieron que le iban a cumplir ante licenciados y especialistas y personas de razón con grados y posgrados, familiares y amigos de los que tenían ese poder del que él se acostumbró a carecer ya desde antes del engaño.
Destrabó difícilmente los dedos con que su hijo había venido sosteniéndose de su cuello y, al quedar libre, oyó cómo por todas partes ladraban los perros. Los mismos que le ayudan a saber que había muchas cosas por hacer más allá de la protesta y más acá de la conformidad.
—¿Y tú no los oías, Enrique? —dijo—. No me ayudaste ni siquiera con esta esperanza.
Hasta ahí.
De todas maneras, buen año porque la confianza en nosotros está antes que en su traslado a los demás.
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