María José Vázquez tiene 29 años y hace cinco tuvo un colapso emocional por asumir una responsabilidad inesperada. Se encerró en un baño, se acomodó en posición fetal y lloró lo que nunca había llorado en una sola noche.
Pilar Rivas, de 57 años, dejó de trabajar un día, y al otro ya habitaba en una casa distinta a la suya. Su libertad dejó de pertenecerle, y para planear cualquier actividad, comenzó a depender de otros.
Elizabeth Reyes, de 39 años, se dedicaba a la contabilidad, practicaba danza y paseaba los fines de semana junto a su marido e hijo hasta que optó por tomar un año sabático. Esa decisión marcó el porvenir de toda la familia y la relegó a terapias y hospitales.
María José, Pilar y Elizabeth no se conocen, no tienen la misma edad y no crecieron en el mismo barrio, pero hay varios aspectos que las unen: son mujeres que transformaron sus vidas para cuidar a un ser querido, algo que ha llevado su cuerpo al límite, con tal de cumplir con esta labor.
En México no existe un sistema nacional de cuidados, pese a que en el 77% de los hogares, uno o más integrantes requiere de ayuda o atención. El impacto emocional de cuidar de otro, según documentó la Encuesta Nacional para el Sistema de Cuidados (ENASIC 2022), se traduce en depresión, ansiedad, cansancio crónico y hasta el desarrollo de una enfermedad.
Cada año crece el número de personas que requerirán cuidados y disminuye la población que puede prestarlos. Frente a este escenario, Margarita Garfias, activista y presidenta de la colectiva #YoCuidoMéxico, dice que es indispensable que el gobierno ofrezca espacios de cuidado.
“Necesitamos cuidados domiciliarios y estos deben ser parte de la seguridad social. Ya en muchos países se ha declarado el cuidado como un cuarto pilar del bienestar social y nosotros debemos avanzar hacia allá”, afirma.
El día que todo se quebró
María José estaba por graduarse cuando recibió la noticia que marcó su juventud: su madre, Rosa, había sido diagnosticada con cáncer terminal. Estaba invadida de tumores, tenía 14, y ya no había tratamiento que pudiera salvarla.
Majo, como le llaman de cariño, estudiaba diseño gráfico, tenía poco de haber conseguido su primer trabajo y vivía en Chalco, Estado de México.
“Al levantarme, lo primero que hacía, lamentablemente, era ir a ver si mi mamá aún respiraba. Me iba a trabajar a las 7 de la mañana y regresaba a las 8 de la noche. Llegaba con mi hermana a hacer quehacer o a bañar a mi mamá y acabábamos a las 12 o 1 de la mañana. Todavía me tocaba cocinar a esa hora”, recuerda.
La pandemia complicó aún más la situación y Majo se convirtió en el sostén del hogar. Su papá dejó de trabajar durante la emergencia, pero ni así asumió los cuidados de Rosa.
“Tenía conversaciones conmigo misma, en mi mente, y llegué a un punto de quiebre. Siempre pensaba en el momento en el que mi mamá ya no iba a estar y luego pensaba en cuántos días me quedaban a mí. No sabía si iba a aguantar”, relata.
La joven cargó con la responsabilidad económica, física y anímica más de lo que su cuerpo le permitió, y una noche colapsó. “Ya no sentía apoyo de mi familia. Literal, dije: ‘ya no viví nada’”.
Majo recibió este golpe y un día ya no pudo cuidar más. Con ayuda de psicoterapia, llegó a la conclusión de que debía salir de allí y vivir su vida. Ahora, su manera de aportar al cuidado es a través de un apoyo económico mensual. La mudanza la devolvió a la vida y obligó al resto de la familia a asumir su corresponsabilidad.
¿Es una bendición?
Pilar Rivas cuida, junto a sus hermanas, a sus dos padres de la tercera edad: Ramón y Marina. Su madre vive postrada por una sepsis que estuvo a punto de quitarle la vida, y su padre tiene movilidad limitada por escoliosis, además de principios de demencia senil. Ambos tienen casi 90 años.
Pilar es la cuidadora principal, pues cuando Marina fue hospitalizada, “tuvo la fortuna” de no estar trabajando. Eso la alejó de su casa, de la convivencia familiar y de la esperanza de retomar su carrera.
“Ya no volví a trabajar y puedo decir que el dejar de hacerlo ha sido difícil de entender y de sobrellevar. ¿Fue una bendición cuidar a mis padres? Puede ser, pero yo no me desdibujo, tengo ilusiones, tengo metas y el estar cuidando me limita”, explica.
Aunque Pilar cuenta con el apoyo de sus hermanas, perdió la libertad de hacer algo espontáneo, sin planes de por medio.
“Y cuando llego a tener tiempo, tengo que estar pegada al celular, porque me embarga la sensación de que algo malo puede pasar”, dice.
A Pilar le gustaría cuidarse más, no postergar sus citas médicas y gozar de buena salud, pero de pronto siente que ha perdido la capacidad de tomar buenas decisiones.
Dedicarle el 100%
Elizabeth Reyes tenía 31 años y un plan: tomarse un año sabático del trabajo y dedicar más tiempo a su hijo mayor. Pero este plan jamás se concretó.
En ese periodo quedó embarazada de Axel, su hijo menor, quien nació con parálisis cerebral y epilepsia focal.
Axel necesita a su mamá para comer, para estar tranquilo, para estar limpio, para sostener su cabeza, para que sus terapias pulmonares no se interrumpan, para aspirarle secreciones y muchas cosas más... básicamente la necesita para vivir, y Elizabeth tomó la decisión de dedicarle su 100%.
La joven madre domina el día a día, pero reconoce que hay actividades que cada vez se complican más, como trasladarlo, porque ya no es un bebé.
Eli pone sobre la mesa la necesidad de un sistema que respalde a las cuidadoras. Su vida sería distinta, dice, si una o dos veces a la semana, un profesional pudiera acudir a brindarle ayuda. Confía en que las voluntades se multipliquen para garantizar, en la legislación mexicana, el derecho a ser cuidado.
Imprevisto. La vida de Majo Vázquez cambió el día que su madre fue diagnosticada con cáncer terminal.
Fotos: Francisco Castillo/ La-Lista
Limitada. Elizabeth dejó de trabajar antes de saber que estaba embarazada, pero una vez que nació su segundo hijo le fue imposible retomar su carrera.
Dedicación. Pilar Rivas cuida a sus padres de la tercera edad, quienes han perdido la movilidad. Esta actividad consume, cuando menos, 35 horas de su semana.