Casi nadie nos nota. Nos pasan por alto. Nos dan por sentado e incluso, nos entrenan para ser invisibles. Pero si supieran de lo que nos enteramos los meseros, serían muchísimo más discretos. Nos toca presenciar compromisos y rompimientos, amantes y negocios multimillonarios. Da lo mismo si son políticos que empresarios que gente de a pie; sus conversaciones nos llenan y divierten. O eso pensaba yo.
Siempre, al final de la jornada, nos reuníamos los que somos y contábamos lo interesante del día: fulano le debe una pensión a la Señora C, la Señora C anda con el profesor del gimnasio que anda, a su vez, con el de seguridad del edificio y que tiene cinco familias que mantener y que, con el de los tacos de la esquina, se da sus cariños. En fin, para no llenarlos de letras, los meseros nos conocemos todas sus historias: desde la hora que llegan, con quién, cómo se van, cómo pagan y si no pueden pagar, a quién le deben y hasta sus vacunas y enfermedades venéreas, a quién se las pasaron, cuántas horas hacen ejercicio y de lo que platican del clima cuando están de buenas o se les acabó el pan. Y ni nos notan.
En fin, creo que, al llegar a este punto de la lectura, ya se dieron cuenta de lo que hablo. Y ustedes, no son los únicos. Hay gente que sabe y conoce el valor de la información privilegiada. No hablo del big data de tu teléfono o de que Googlazon pueda escuchar palabras clave de tu conversación, sino de lo realmente importante: de cuestiones fundamentales que ya les mencioné. Y antes que a ti o a mí, se les ocurrió a otros. Y ahí fue donde cometí el error más grande de mi vida.
A estas alturas no vamos a negar que los hombres somos seres primitivos, instintivos y curiosos. Si coincidimos en este punto podemos seguir dialogando. Porque yo lo fui. Caí redondito. Atendí una mesa de lo más picante, puras mujeres bastante guapas.
A ninguna le habría dicho que no, la verdad. Simpáticas, curiosas, hablaban de sexo, de fotos íntimas y reían limpiamente como quien hace una travesura. Al irse, quien pagó dejó una propina grata y me escribió un teléfono en la parte posterior de la nota de consumo “por si hay algún problema con la facturación, le marcas a mi secretaria”. Mamacita.
Cuando estaba levantando la mesa me encontré justo en su asiento una tarjeta SIM de teléfono celular. Maldita la hora y maldita mi suerte. A ver, ¿qué habrían hecho ustedes? Una mujer madura, escultural, con el mejor trasero que he visto en años, amable y que se la pasó hablando y riendo de cosas indiscretas con sus amigas. Picaresco, pues. ¿Habrían tirado esa madre a la basura? ¡Ni de pedo! Hice lo que cualquiera: saqué mi SIM del celular, puse la que me encontré buscando algo picante y mira que lo encontré.
Busqué imágenes cachondas y, pues, ni una. Traté de entrar a Instagram, Facebook y nada. Entonces abrí el WhatsApp. Y ahí fue cuando todo valió madres. No sé si lo sepan, pero cuando alguien reconecta con ese servicio de mensajería porque cambió de aparato físico o por cualquier causa (incluyendo que regresó su SIM al aparato), la misma plataforma le avisa al grupo de contactos que ya tenían, que aquel SIM, ha vuelto al chat.
“Sin rodeos, sabemos quién eres, a qué hora llegas, cuándo cubres a otros y hasta tu dirección. Y desde ahora trabajas para nosotros”, sentenció con gran seguridad alguien del grupo. Caí en una red de información del crimen organizado. Lo tienen todo armado. Ahora les reporto cuando quieren. No sé cómo –aunque lo imagino– llevan a las mesas que atiendo a varias reservaciones importantes. Entonces, tengo que llevarles agua, mezcales y postres de la casa y todo aquello que me permita escuchar. No pago un centavo y lo cuento tal cual y me depositan puntualmente. Son generosos. Pero ya me advirtieron que si no lo hago, me matan.