Resulta que apareció, hace poco menos de un mes, el cuerpo de una monja en una maleta. La noticia comenzó a esparcirse vorazmente. Porque vivimos en un país muy inseguro, porque hay mucha gente desaparecida, porque las ciudades están invivibles, los rumores pulularon.
Que si el cuerpo presentaba señales de tortura, que si le dieron el tiro de gracia, que si fue desollada viva y estaba descuartizada y tanto más porque aquí se mata a los activistas, porque hay zonas a donde ya ni la paquetería llega, porque la inmediatez de las redes sociales alimenta la especulación y porque los ciudadanos nos sentimos indefensos y los fartuscos no se hacen esperar.
Días después, por órdenes de sepa quién, se filtraron imágenes a los sepan cuántos, pero no se generaron los resultados esperados. Entonces tuvo que salir en televisión el señor procurador para calmar los ánimos y las protestas, incluyendo los de la Iglesia. Explicó, utilizando imágenes, radiografías y gráficos, que el cuerpo de la religiosa no presentaba signos de violencia ni fracturas, y que había muerto –sin lugar a duda– de causas naturales.
Lo único extraño de todo, dijo el funcionario con el rostro serio y fruncido, es que la religiosa –aún no identificada– murió siendo una persona muy mayor y que, según análisis forenses y periciales, llevaba muerta y guardada en la maleta más de dos años, lo que implicaba que necesariamente tuviese que ser guardada y preservada ese tiempo en algún sitio, y que tuviese que haber sido introducida en el contenedor previo al rigor mortis (antes de dos o tres horas de fallecer).
Al terminar la transmisión, la gente volvió a lo suyo, pero al poco tiempo, el tema volvió a ser el centro de todas las conversaciones y se comenzaron a generar nuevas dudas: ¿Quién la guardó en la maleta? ¿Para qué lo hicieron? ¿Por qué no apareció sino hasta después de dos años?
Y pues era cierto, la nación entera estaba concentrada en el tema, y nunca sabrían la verdad, que es la siguiente: una mujer vino a la ciudad a visitar a su anciana madre y como era de esperarse, se hospedó en su casa, pero desde la primera noche que pasó en su antigua recámara, al poco rato que se dormía, a eso de la media noche, se despertaba siempre a la misma hora, muy agitada, con dolor de cabeza y comenzaba a sentir un aire helado de como si alguien le respirara cerca.
Pávida, le comentó a su madre la situación y ella lo minimizaba con “son tus nervios mijita”. Sin embargo, después del tercer día, decidió dejar encendida una pequeña lámpara de buró, pues creyó que le permitiría permanecer tranquila. Qué equivocada estaba.
Al sentir la corriente helada, abrió los ojos y la luz le permitió ver en la pared, clarito, la silueta de una monja que se le acercaba. Ha pegado tal grito que su madre acudió a ella lo más rápido que pudo “¡Es una monja!”, clamó aterrada y su madre la observó tan alterada, que decidió por fin contarle la verdad.
Cuando joven, su madre se enamoró de una compañera a quien mandaron a un convento enclaustrado, pero el romance prohibido continuó por años, primero por correspondencia y luego se veían a través de una rendija de una puerta.
Entonces acordaron que sucediese lo que sucediese pasarían la eternidad juntas. Y así fue como la monja, varias décadas después, al saber que su amada ahora estaba viuda y viviendo sola, escapó del encierro.
Sin embargo, al poco tiempo de vivir juntas, la religiosa enfermó de Covid-19 y murió en su cama. Su madre, para cumplir su promesa de ser enterradas juntas, la guardó en una maleta y la preservó para que no oliera mal, usando químicos y ungüentos que habían acordado previamente.
“¡Estas loca!”, le gritó su hija al saber que en la bodega tenía el cadáver de aquella. Entonces, en un arrebato de furia, aunque sin saber muy bien por qué, sacó la maleta y la fue a dejar al terreno baldío, donde días después sería encontrada.