El timbre de mi habitación sonó. Me asomé por la mirilla, pero no alcancé a divisar a nadie. Con precaución, entreabrí la puerta para encontrarme con un paquete al pie de mi puerta, envuelto como un regalo. Dudé si debía abrirlo o no. ¿Qué posibilidades habría de que contuviese algo para deshacerse de mí y poder buscar el libro? Un explosivo, definitivamente no. Sería muy ruidoso, llamaría la atención, y nadie que realmente apreciase o deseara ese libro se arriesgaría a dañarlo con el fuego o con mis sesos.
Entonces me animé a agitar un poco el paquete. Se sentía como algo sólido que golpeaba secamente en las paredes del interior. ¿Algún veneno o sustancia química? No lo creí posible tampoco, salvo que viniera con un rociador que se activase apenas abriera la caja, lo cual requeriría de un mecanismo sumamente complejo que no se percibía con las sacudidas que le di.
¿Alguna sustancia biológica? ¿Ántrax quizás? No me preocuparía el contagio por vía cutánea porque revisé mis manos y no tenía heridas abiertas de ningún tipo. La preocupación sería la inhalación, porque ahí no hay salvación y te mueres en dos o cinco días, tiempo suficiente para que pudieran seguirme y hacerse, eventualmente, del libro y/o de su paradero. Claro, podría intentar contener la respiración, pero para qué correr riesgos inútiles, pensé, y mejor dejé el paquete en la tina cubierto con una toalla. Poco después, me serví un whisky y decidí abrir mi laptop para echarle un ojo a la dirección a la que me habían convocado. Sonó de nuevo el timbre de mi habitación. Era Robert y venía solo.
—Vas a necesitar esto —me dijo al entregarme un elegante blazer azul y una camisa de vestir blanca, perfectamente planchada—. Ese es un sitio elegante —agregó y señaló mis tenis blancos. Me encogí de hombros y me disculpé; salí de prisa.
—Si no te conociera mejor, te lo creería —me reviró, y luego paseó la mirada extrañada por la habitación—. Te acabo de enviar unos finos zapatos italianos de regalo, ¿no te los trajeron?
—Sí, estaba por probármelos en el baño —mentí—. Cuéntame de este sitio al que voy —le inquirí.
—Es el favorito de mi mujer, es realmente elegante y era también el favorito de Saint-Exupéry…
—¿El autor de El principito? —pregunté.
—¿A cuántos más conoces? —me respondió de forma burlona y luego me explicó detalles del lugar, de la rigurosa etiqueta esperada y del menú que me sugería ordenar para no parecer “el de siempre”, pues de alguna forma, creo que imaginaba aquella reunión como una de negocios con un interlocutor de refinados modales. A su favor tengo que decir que solo le había comentado que quizás preguntarían por mí, sin darle el contexto de la situación. Entre menos gente supiera, mejor.
—¿Tienen caja fuerte? —le pregunté.
—En cada habitación, en el clóset.
—Me refiero a algo más robusto…
—No, pero puedes usar la de mi oficina, no questions asked —me respondió Robert.
Con toda intención, llegué en Uber al restaurante con más de veinte minutos de anticipación. No entré. Quería mirar el lugar por fuera y a la distancia, conocer el sentido de las calles aledañas, ubicarme bien sobre sus salidas de emergencia y refugiarme detrás de una camioneta cercana para observar a la clientela. Por fuera, no parecía gran cosa. De hecho, se veía angosto y algo viejo el lugar.
Pasados cinco minutos de las nueve de la noche, me presenté ante el maître d’ y le mostré la tarjeta del convocante. La miró a través de sus anteojos para vista cansada, alzó la vista y me sonrió servicial: ya lo esperan, por aquí por favor. Cabe destacar que, por dentro, el lugar era grandilocuente; una deliciosa mezcla epicúrea, floral, y una decoración que, junto con la iluminación, creaban una atmósfera única y elegante. Mi anfitrión portaba un traje distinto al del aeropuerto y tuvo la deferencia de ponerse de pie para recibirme a la mesa que tenía reservada para nosotros, en un rincón discreto y alejado de cualquier oído indiscreto… ¿Continuará?