Es gay. A su padre no lo conoció nunca, y su madre, la única familia que le queda, está gravemente enferma y en cama desde hace meses.
En eso piensa mientras está solo, en la madrugada, detenido en los “separos” de la delegación. Lleva ahí 10 horas. No ha podido comunicarse con su pareja porque está de turno en el hotel donde trabaja. Llevan juntos varios años, aún antes de las sociedades de convivencia. ¿Qué irá él a pensar de todo esto?
Recapitula mentalmente lo que lo llevó ahí: terminó su turno, entregó cocina, salió temprano de trabajar, tomó el Metro, se puso sus audífonos en el trayecto. Se durmió unos quince minutos; es mucho trabajo. Se bajó del vagón. Compró unas pepitas. Se disponía a subir las escaleras para el transbordo y ahí lo atajó una mujer a la que nunca había visto antes.
Ella comenzó a gritarle y a darle cachetadas. En instantes, llegó la policía de la estación y lo detuvieron, mientras aquella seguía vociferando improperios y soltándole una que otra patada. Lo acusó de tomarle fotos bajo la falda y de hasta toquetearla. Él mismo pidió a los oficiales que fueran todos a la delegación para aclarar la situación, pues se trataba de un malentendido, y seguro allá un ministerio público podría revisar su celular y darse cuenta de que no tiene ninguna imagen ni de la estación o vagón del Metro, ni de ella.
Los policías lo llevaron a bordo de una patrulla. Uno de los oficiales le advirtió: “No diga nada que lo incrimine. Esto pasa a cada rato. Ayer trasladamos a un joven, como usted, directo al penal, para que lo guardaran seis años por la misma acusación”. Justo ahí, al bajarlo de la patrulla, en la vía pública, se le apareció el supuesto ofendido padre de la chica.
Lo sentaron ante un escritorio. Declaró. Les entregó el celular, y lo metieron en los separos. Desde ahí observaba y escuchaba que la chica levantaba su denuncia por delitos sexuales y que él la había acosado en otras ocasiones. El agente que escribía en la computadora le preguntó si quería documentar eso porque podía mandarlo a la cárcel, aunque fuese inocente. Entonces, ella pidió unos minutos para pensarlo.
Cuando se quedan solos, el agente se le acerca en actitud conciliatoria. Le dice que es mejor que intente negociar con ella, pues si le levantan un acta, tendrá que ir a dar ante un juez y que la ley se hizo para detener los constantes acosos que sufren las mujeres.
“Lleva las de perder, amigo, el artículo 260 está bien formulado.” ¿Y las cámaras del Metro? Son difíciles de conseguir.
Hay que girar un oficio, ver si hay agentes disponibles, mandarlos a buscar los videos, y si ya pasaron 24 horas de su detención, mientras se analizan, lo cual puede tomar semanas, lo deben remitir al penal.
Si no sale nada en las cámaras, lleva las de perder porque se trata de que demuestre su inocencia en video. Es su palabra contra la de ella. “No arruine su vida”, le recomendó.
Llora. No sabe ni a quién recurrir. En completo descaro, la chica le pide 45 mil pesos —que no tiene— para perdonarlo por algo que no hizo. ¿Qué hacer? ¿Pedir prestado? ¿Negarse y quizás ir a prisión de seis a 10 años?
Siempre hay dos caras de la moneda, pero esta es la realidad novelada de algunas víctimas de extorsiones que suceden cuando, ante el sistema judicial, se es culpable hasta que se demuestre lo contrario.