Los opuestos típicamente no se toleran, pero han construido puentes que a lo largo de la historia han servido no sólo para lograr acuerdos en lo fundamental, sino también para evitar eventos explosivos. He ahí una de las razones por las que el mundo transitó en relativa armonía durante los últimos 70 años.
Pero hoy parecería que los puentes están rotos. Los opuestos no sólo no se toleran ni se hablan; se consideran enemigos irreconciliables, se desean lo peor y, envueltos en la fabricación de narrativas autojustificativas, unos se lanzan contra otros asistidos por principios de razón y de moral hechos a la medida de sus respectivas filias y fobias.
Derecha contra izquierda, populismo contra democracia, radicalismo contra liberalismo, el encono ya es extremo y las mechas son peligrosamente cortas. Los migrantes y los xenófobos se deploran, los científicos y los místicos no se pueden ver ni en pintura, las élites y la base se guardan mutuo resentimiento, y los teóricos de la conspiración y los que creen en la fuerza de la evidencia simplemente se detestan.
Esta cadena cada vez más larga de odios está marcando peligrosamente nuestro tiempo. Ucrania e Israel son, entre otras cosas, resultado de que los puentes que antes nos permitían entendernos en medio del disenso han sido dinamitados. Y efectivamente, el atentado en contra de Trump trae consigo una carga gigantesca de gasolina para esparcirla entre los escombros aún incandescentes de aquellos puentes derruidos.
El odio está de moda y no se ve que exista una fuerza con el empuje suficiente como para enfrentarlo. Los opuestos no están optando por el diálogo y le están apostando al nocaut.
Cada quien, pertrechado en su propia verdad, camina firme hacia la línea de una batalla que podría tener desenlaces catastróficos, si no se cae en la cuenta de que en esta lucha por principios que se oponen, no serán los líderes, sino los soldados quienes sufran las peores de las consecuencias. No se trata de cambiar de valores ni de principios, sino de recuperar el valor del diálogo.Aquí se abre una oportunidad para Biden.
La presión que ha recibido para renunciar a su candidatura cambió de textura a partir del atentado contra Trump. Las voces que llamaban el demócrata a dejar su lugar a otro candidato estaban basadas en el reconocimiento del declive asociado con la edad del presidente.
El llamado era para darle paso a un joven que pudiera hacerse cargo de derrotar a Trump y erradicar las amenazas que encarna en contra de la legalidad y la democracia.
Después del atentado, Biden tiene una nueva y poderosa razón para renunciar a su candidatura y dar paso a una nueva manera de hacer política, no para abatir a sus rivales, sino para unir a una nación que está seriamente dividida y que tiene la fuerza suficiente como para sentar las bases de un ejemplo internacional a favor de la concordia.
Parece una sutileza e, incluso, una ingenuidad, pero asumir que al adversario se le debe destruir sin cuartel podría ser aún más ingenuo porque, tarde o temprano, el abatido o los suyos podrán regresar con más fuerza, con más odio y con más resentimiento.