La militarización no es, y nunca ha sido, la solución. Lo vemos en Sinaloa, la situación es alarmante. La reciente violencia, con asesinatos y enfrentamientos armados entre criminales y fuerzas de seguridad, debería ser un escándalo nacional. Sin embargo, las autoridades han tratado el tema con una aparente normalidad, como si estas tragedias fueran parte del día a día.
Lo más grave es cómo se está minimizando el impacto en las y los jóvenes, quienes están atrapados en una espiral de violencia sin respuestas claras ni soluciones reales de parte de las autoridades, incluyendo las desafortunadas declaraciones del general Francisco Jesús Leana Ojeda que se justifica, se lava las manos y dice “La paz depende de los grupos antagónicos, que dejen de hacer confrontación entre ellos¨. El Presidente, muy cómodo desde su mañanera, dice todos los días: “Abrazos, no balazos”, pero pregúntenle a la gente en Sinaloa qué piensa de esa frase, mientras sus hijos llevan días sin poder salir a jugar, y ellos no pueden ni trabajar por miedo a los balazos.
La militarización de la seguridad pública ha sido presentada como una solución mágica a la creciente violencia en México. Sin embargo, lejos de resolver los problemas, esta estrategia perpetúa el ciclo de inseguridad, corrupción y violaciones a los derechos humanos, afectando de manera particular a las juventudes, quienes somos las principales víctimas de este enfoque fallido.
La reforma constitucional que impulsa la cuarta transformación, consolida la presencia militar en la seguridad pública, supone un riesgo enorme para el futuro de las y los jóvenes. La militarización no solo es ineficaz para reducir los índices delictivos, sino que incrementa los niveles de violencia y vulnera los derechos humanos.
La creciente participación del Ejército en actividades civiles es un claro ejemplo de cómo la militarización ha permeado diversas áreas del gobierno. Desde la construcción del Aeropuerto Internacional Felipe Ángeles y el Tren Maya, hasta el control de aduanas, puertos, y la distribución de bienes en programas sociales, la SEDENA y SEMAR han adquirido un protagonismo desmedido. Aunque se justifica bajo el argumento de combatir la corrupción y mejorar la eficiencia (que no ha pasado), esta sobredependencia de los militares en tareas civiles representa un peligro para la vida democrática y los derechos de la ciudadanía.
De acuerdo a organizaciones internacionales de derechos humanos, como Human Rights Watch y Amnistía Internacional, países como Brasil, Honduras y Venezuela han intentado resolver sus crisis de seguridad mediante el uso de las fuerzas armadas, obteniendo como resultado un aumento de ejecuciones extrajudiciales y violaciones sistemáticas de derechos. En México, podríamos estar a punto de seguir esos mismos pasos.
Las experiencias en América Latina han dejado claro que el uso de las fuerzas armadas en seguridad interna no resuelve la violencia. En Venezuela, por ejemplo, la militarización ha sido utilizada por el gobierno como una estrategia para controlar la seguridad interna desde hace años, pero ha fracasado en garantizar la paz y la estabilidad. Bajo el mando de Hugo Chávez y luego de Nicolás Maduro, las fuerzas armadas fueron colocadas en posiciones clave, desde el control de sectores económicos hasta la gestión de seguridad pública. En lugar de reducir la criminalidad, la militarización contribuyó al incremento de abusos de poder, corrupción y violaciones de derechos humanos, sin mejorar significativamente la situación de violencia en el país.
Con la reforma, las y los jóvenes no solo enfrentamos una militarización en nuestras calles, sino también en nuestra vida diaria. Los operativos militares en zonas urbanas y rurales han demostrado ser particularmente agresivos con los jóvenes, quienes suelen ser percibidos, por el simple hecho de su edad, como potenciales delincuentes. Las cifras de desapariciones forzadas y abusos contra jóvenes son alarmantes, y todo apunta a que con más militares en las calles, estas situaciones solo empeorarán.
Las juventudes en México necesitamos oportunidades, no balas. Necesitamos educación, empleo y programas de prevención del delito que fortalezcan el tejido social, en lugar de un ejército patrullando sus barrios. La militarización de la Guardia Nacional, lejos de proteger a los jóvenes, los expone a riesgos aún mayores. Sin un verdadero enfoque civil en la seguridad pública, nos estarán condenando a vivir en un país donde la violencia, la impunidad y el abuso de poder se normalizan.
Es momento de repensar las políticas de seguridad y enfocar los recursos en la creaci(Required)ón de instituciones civiles fuertes y en el diseño de programas que atiendan las causas estructurales de la violencia. La militarización no es, y nunca ha sido, la solución.
Cada tanque en nuestras calles es una declaración de fracaso, cada soldado patrullando es una bandera blanca de rendición por parte del Estado.