El sostenimiento de programas sociales constituye un lujo que pocos mexicanos acaban pagando. Se trata de dinero de los contribuyentes destinado a solventar necesidades básicas de otros mexicanos con escasez extrema de recursos. El problema que enfrentamos es que, durante este sexenio, estos se han multiplicado. El dinero ahorrado se despilfarra a manos llenas a través de procedimientos que son, por decir lo menos, opacos.
A pesar de que el candidato López Obrador pugnó por llegar a la presidencia para provocar un cambio que permitiera un crecimiento desde la base social, fomentando el gasto entre quienes menos tienen, son muchos los que opinan lo contrario: el crecimiento y desarrollo del país sólo puede llegar a darse mediante el fomento y consolidación de fuentes de trabajo, de mecanismos de empleo y generación de riqueza que, a través de leyes adecuadas, impulsen un salario digno y muy suficiente para quienes lo hubieran ganado.
Las acciones encaminadas a sostener a los más pobres, a quienes por sus circunstancias no pueden acceder a los recursos mínimos que garanticen su supervivencia, deben de ser excepcionales.
Este pensamiento no es peregrino, no es una idea espontánea que aparece sin más en la víspera de los días de asueto que nos ofrece el calendario eclesiástico de este año. Se trata, a decir verdad, del espíritu que recoge nuestra Constitución en su articulado, siempre interpretado de manera lógica y sistemática.
El artículo 3 de nuestra Carta Magna, en consonancia con el artículo 25, consagra derechos humanos y garantías que favorecen la impartición de educación progresista y la construcción de una economía competitiva, a la que concurran en igualdad de circunstancias el sector público, el privado y el social. El propósito primario de nuestra Constitución es el de consolidar un país en el que se proteja el empleo y se impulse el progreso, como vía adecuada para erradicar la desigualdad.
Es en tales condiciones que ha de entenderse que las contribuciones fiscales de los mexicanos y todos los que atienden a dicha obligación constitucional, deben estar encaminadas a la generación de condiciones propicias para el desarrollo: construcción de infraestructura, seguridad, salud, educación y agencias encargadas de velar por la debida explotación de nuestros recursos en forma sostenible, con la mira permanente de borrar las enormes diferencias existentes entre clases sociales.
El planteamiento retórico que proponen algunos partidos, de intervenir desde el gobierno para repartir la riqueza, como modelo económico y de vida para el país, constituye una grave injusticia, un posicionamiento electoral que se antoja eminentemente confiscatorio. ¿Por qué razón el trabajo de unos debería servir como regalo para que otros lo disfruten, sin haber empeñado el mismo esfuerzo?
El 31 constitucional nos impone a todos, por igual, la obligación de contribuir para el gasto público. Salvo casos específicos explícitamente identificados, los derechos de acceso a recursos líquidos en numerario para enfrentar los gastos de la vida cotidiana, como los que tienen conferidos los adultos mayores, son excepcionales.
Un punto clave en todo esto tiene que ver, desde luego, con la intervención democrática de la representación nacional, conferida a nuestros diputados y senadores, a quienes se encomienda la tarea de aprobar leyes de ingresos y presupuestos, en los que tales gastos deben quedar puntualmente identificados, al inicio de todo ejercicio fiscal.
Es en este contexto que nos formulamos la válida pregunta en torno del sustento jurídico que, definitiva y lógicamente, no puede tener el anuncio que el Presidente de la República hizo la semana pasada, sobre la decisión de regalar cien dólares a los venezolanos que llegan a México. ¿En qué renglón de nuestras obligaciones constitucionales está escrito que nuestros impuestos deben servir para sufragar los gastos de extranjeros? No deseo que el cuestionamiento se mal interprete como una falta de solidaridad con los oprobios que nuestros hermanos sudamericanos han venido sufriendo, en manos y bajo la dirección de un dictador. Se trata, realmente, de cuestionar el autoritarismo con el que el Presidente de México maneja, fuera de todo marco legal, el presupuesto de egresos que tiene autorizado.
La decisión presidencial recién hecha pública, en vísperas de una elección tan relevante como la que habremos de tener en junio próximo, se antoja como una invitación a que vengan nuestros hermanos latinoamericanos a pasear por México, a que pasen a recoger su regalo de cien dolaritos, y antes de eso, a pasar a firmar su boleta por las urnas y, por ahí, a armar montón en las marchas callejeras que nos propinan cada tercer día.
Del mismo modo y por la misma razón por la que el presidente estimó que el avión presidencial constituía un gasto frívolo que no podían concederse los mexicanos, porque había muchas escuelas y muchos hospitales que construir antes de invertir en lujos para el ciudadano presidente, me pregunto ahora: ¿ya se acabaron de construir esas escuelas?, ¿ya se acabaron de construir los hospitales?, ¿ya no hay mexicanos que pasen hambre en Acapulco?
Regalar dinero a los migrantes no queda comprendido dentro del sostenimiento del gasto público al que los ciudadanos contribuimos cotidianamente. El juego electoral de regalar recursos y ahondar en el hermanamiento de México con las repúblicas y dictaduras de América Latina puede constituir una postura de campaña interesante para un grupo de votantes radicales. No obstante, en el concierto de acuerdos comerciales de nuestro país con el extranjero, el posicionamiento radical que emana de dicho programa puede acarrear un reproche exterior, mucha incertidumbre y, sobre todo, malos presagios en el futuro.