Bárbaros a la puerta

24 de Noviembre de 2024

Juan de Dios Vázquez
Juan de Dios Vázquez

Bárbaros a la puerta

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El debate de la semana pasada entre Kamala Harris y Donald Trump dejó muchas impresiones, pero ninguna tan impactante como el comentario del expresidente sobre los inmigrantes haitianos de Springfield, Ohio, afirmando que “se comen las mascotas” de los residentes norteamericanos. Aunque el enfoque principal del debate fue la victoria de Kamala Harris, este comentario de Trump trascendió el ámbito del intercambio político para revelarnos algo más profundo sobre su manera de ver y tratar a los inmigrantes: como sujetos abyectos, no humanos, peligrosos para la sociedad.

Este tipo de lenguaje no es nuevo en Trump. Desde que lanzó su candidatura en 2015, ha usado un discurso divisivo y discriminatorio que perpetúa estereotipos dañinos y fomenta el miedo, contribuyendo a una atmósfera de intolerancia. Su primer gran ataque fue contra los inmigrantes mexicanos, a quienes llamó “criminales” y “violadores”. Luego, arremetió contra países africanos, refiriéndose a ellos como shithole countries. Estos comentarios no son simples lapsus o errores de juicio; son parte de una estrategia constante que deshumaniza a ciertos grupos para movilizar apoyo político a través del miedo y el resentimiento.

En el caso de los haitianos, el comentario sobre las mascotas no sólo los presenta como un grupo “diferente” y, por lo tanto, peligroso, sino que también toca un punto profundo en la psicología cultural: la idea de que los inmigrantes no sólo están fuera de la ley o las normas sociales, sino que son aberrantes, peligrosamente distintos e incapaces de integrarse. Esto nos lleva a una reflexión más amplia sobre la deshumanización en la política, utilizando las teorías de Julia Kristeva y Giorgio Agamben para entender el impacto de este tipo de retórica.

La filósofa francesa Julia Kristeva desarrolló el concepto de abyecto para describir cómo ciertas personas y objetos son rechazados por la sociedad al ser considerados “impropios”, “sucios” o “impuros”. Para que una sociedad mantenga su sentido de orden y cohesión, debe trazar límites claros entre lo “limpio” y lo “sucio”, lo “aceptable” y lo “inaceptable”. En este proceso, quienes son vistos como abyectos —como los inmigrantes en el discurso de Trump— son simbólicamente expulsados, colocados en los márgenes y despojados de su humanidad.

Cuando Trump afirma que los haitianos se comen las mascotas de los residentes estadounidenses, no sólo emplea un insulto racista, sino que invoca una imagen que sitúa a los inmigrantes como seres ajenos al mundo civilizado. Los presenta no sólo como diferentes, sino también como peligrosos y “poco higiénicos”. Este tipo de comentario refleja el miedo ancestral al “otro”, al extranjero percibido como una amenaza al orden social y moral.

Este discurso también evoca antiguos imaginarios coloniales. Los conquistadores europeos utilizaban el mito del canibalismo para deshumanizar a los pueblos indígenas, como los taínos, justificando su subyugación. Este estigma sigue presente en las representaciones contemporáneas de Haití, un país históricamente asociado a prácticas de vudú, una religión que Occidente ha incomprendido y estigmatizado como “salvaje” o “bárbara”. Al igual que en tiempos coloniales, el discurso actual reduce a los inmigrantes haitianos a sujetos abyectos, fuera del marco de lo humano.

Kristeva nos recuerda que este rechazo del abyecto no solamente es un proceso personal, sino también social y político. En una sociedad tóxica, como la que Trump parece invocar, aquellos que no encajan en las normas dominantes son relegados a los márgenes, convirtiéndose en chivos expiatorios de los problemas económicos, sociales y culturales.

Giorgio Agamben, otro filósofo fundamental en este análisis, amplía esta idea con su concepto de “vida desnuda” (bare life), refiriéndose a la manera en que ciertos individuos o grupos son despojados de su condición política y reducidos a meras existencias biológicas. En este contexto, los inmigrantes haitianos, y otros grupos marginados, son presentados no como ciudadanos plenos con derechos y dignidad, sino como seres que apenas existen dentro del marco de lo humano. Este tipo de discurso reduce a estas personas a una “vida desnuda”, sin protección legal ni reconocimiento político.

El comentario de Trump no sólo les niega a los haitianos cualquier forma de dignidad o humanidad, sino que también los reduce a seres primitivos, incapaces de formar parte de la comunidad estadounidense. Esto es lo que Agamben describe como la reducción de individuos a una existencia biológica mínima, una forma de despojo que los convierte en “bodies out of place” —cuerpos fuera de lugar, fuera de los límites de la sociedad aceptable.

No podemos ignorar el impacto real que este tipo de discurso tiene en la sociedad. Los comentarios de Trump no son sólo palabras vacías o exageraciones retóricas para ganar puntos en un debate. Alimentan una cultura de odio y exclusión que tiene consecuencias tangibles en la vida de las personas. La xenofobia, el racismo y la discriminación que impulsa este tipo de lenguaje se traducen en políticas que marginan aún más a los grupos vulnerables. Recordemos las separaciones familiares en la frontera, la prohibición de viajes desde países mayoritariamente musulmanes y otras políticas que se sustentan en la idea de que hay cuerpos que simplemente no merecen el mismo trato o derechos que otros.

El problema es que este tipo de retórica ha calado en una parte significativa de la sociedad. En lugar de ser ampliamente condenados, los comentarios de Trump han sido aplaudidos por muchos de sus seguidores, lo que pone en evidencia una fractura profunda en la sociedad estadounidense. En un contexto de creciente desigualdad y polarización, la figura del inmigrante se convierte en el chivo expiatorio perfecto para canalizar las frustraciones de la clase media y trabajadora que se siente amenazada por el cambio social y económico.

Los comentarios de Trump durante el debate son un claro recordatorio de cómo el lenguaje puede ser utilizado como una herramienta de poder para deshumanizar y marginar a ciertos grupos. No es sólo una cuestión de racismo o xenofobia; es una estrategia política que busca crear un “otro” peligroso y abyecto, alguien que se sitúa fuera de los límites de lo humano y lo civilizado.

Es crucial reflexionar sobre el tipo de sociedad que queremos construir. Una sociedad verdaderamente democrática no puede levantar muros basados en la exclusión y la marginalización de ciertos grupos. El verdadero desafío es abrir las puertas y construir una comunidad donde todos los individuos, sin importar su origen, sean reconocidos como seres humanos plenos, con derechos y dignidad. En lugar de etiquetar a algunos como “bárbaros” o “salvajes”, debemos reconocer nuestra humanidad compartida.