Escribo esta columna el 4 de julio, Día de la Independencia de Estados Unidos. Sin embargo, en lugar de celebrar el inicio de la democracia en nuestro continente, parece que estamos presenciando su inevitable decadencia. El reciente debate presidencial entre Joe Biden y Donald Trump ejemplifica esta preocupante tendencia, pues más que un mero enfrentamiento político, fue una reveladora exposición de la crisis ideológica que aqueja a ambos partidos. Con Biden, de 81 años, y Trump, de 78, la contienda no sólo puso de relieve sus marcadas diferencias, sino que también sirvió como una metáfora de la senectud política tanto en la izquierda como en la derecha estadounidense.
Biden proyectó una imagen de fatiga y desgaste. Su voz ronca y su limitado registro vocal se convirtieron en símbolos del discurso estancado del Partido Demócrata. Incapaz de articular claramente sus diferencias con Trump, Biden pareció personificar un progresismo que ha perdido vigor y vitalidad.
Su dificultad para mantenerse alerta y enfocado durante el debate refuerza esta percepción: un movimiento que, aunque aspira a la dinámica y la visión, se muestra envejecido y autoabsorbido en su propia retórica.
Los cuerpos frágiles y envejecidos de Biden y Trump son potentes símbolos que reflejan el estado actual de sus respectivos partidos. Biden, a menudo ininteligible y confuso, ejemplifica un Partido Demócrata que batalla por encontrar su voz y su propósito en un mundo cada vez más complejo. Mientras tanto, Trump, con su rechazo a aceptar la realidad y su tendencia a explotar el miedo y el odio, personifica a un Partido Republicano que ha sacrificado la coherencia ideológica en favor del caos y la confrontación.
En medio del caos postdebate y las crecientes preocupaciones sobre la salud y el estado mental de Biden, muchos líderes demócratas están explorando escenarios inéditos para la convención de agosto.
La situación se agravó después de que el representante de Texas, Lloyd Doggett, se convirtiera en el primer legislador demócrata en pedir públicamente que Biden se retire de la contienda. Este llamado ha intensificado las demandas dentro del partido para que se proporcione más transparencia sobre la condición del Presidente.
Los esfuerzos del equipo de Biden por manejar la crisis han sido contraproducentes. Por ejemplo, el Presidente bromeó con los donantes sobre casi haberse “dormido en el escenario” durante el debate con Trump, lo que no ayudó a disipar las dudas sobre su aptitud para el cargo.
A medida que crece la incertidumbre entre los donantes y operadores políticos, el ambiente político demócrata se tensa cada vez más, con la amenaza de una convención disputada que podría alterar profundamente el curso electoral.
Por otro lado, Donald Trump reiteró sus habituales falsedades sobre el fraude electoral, utilizando sus palabras como una cortina de humo para ocultar una ideología visceral y carente de sustancia real. Sus constantes ataques y afirmaciones infundadas no sólo revelan la superficialidad de su discurso, sino que también reflejan un Partido Republicano dominado por el resentimiento y la amargura.
La figura caricaturesca de Trump, con su corpulencia y su actitud beligerante se convierte así en un emblema de un partido que ha abandonado el análisis y el debate constructivo para abrazar el populismo y la división.
El intercambio entre ambos candidatos sobre temas como el aborto, la inmigración y la política exterior no fue simplemente un debate de políticas; fue un reflejo de una nación profundamente dividida y de dos partidos que, en su declive, parecen incapaces de ofrecer soluciones efectivas a los problemas que enfrenta Estados Unidos.
En un momento del debate, Trump ridiculizó a Biden diciendo: “Realmente no sé lo que dijo al final de esa frase. Creo que él tampoco sabe lo que dijo”. Esta observación, aunque cruel, encapsula una verdad incómoda: ambos líderes no sólo exhiben sus propias limitaciones personales, sino la desconexión de sus partidos con las necesidades y preocupaciones del ciudadano común.
Esta problemática no es exclusiva de Estados Unidos. En Francia, la reciente victoria de la Agrupación Nacional de Marine Le Pen en la primera vuelta de las elecciones legislativas refleja una polarización similar. Con 33.15% de los votos, Le Pen ha superado a la coalición de izquierda del Nuevo Frente Popular y a la mayoría saliente del presidente Emmanuel Macron. Este resultado ilustra cómo los extremos están ganando terreno, al igual que en Estados Unidos, y sugiere una insatisfacción generalizada con el statu quo.
A nivel global, esta polarización tiene repercusiones significativas. Si Le Pen ganara en la segunda vuelta, Macron enfrentaría un escenario político extremadamente complicado.
Esta posible victoria no sólo impactaría a Francia, sino también a la Unión Europea en su conjunto. Con la extrema derecha ganando terreno en países como Italia, Hungría y Finlandia, la influencia de Le Pen podría fortalecer estas tendencias en toda Europa.
Mientras tanto, en Bolivia, el presidente Luis Arce enfrentó un intento de golpe de Estado perpetrado por el general disidente Juan José Zúñiga, quien respaldado por sectores militares y civiles opositores, intentó derrocar al gobierno democráticamente electo.
El presidente boliviano también se vio inmerso en una creciente disputa con Evo Morales, su antiguo mentor y expresidente del país. Morales, una figura icónica en la política boliviana, había designado a Arce como su sucesor, pero ahora disputa la candidatura presidencial para las elecciones del próximo año. Este enfrentamiento subraya tensiones políticas profundas que podrían complicar aún más el ya desafiante panorama de Bolivia, que incluye una economía debilitada, protestas y divisiones internas en el partido regente.
En Estados Unidos, Francia, Bolivia y otros países, los ciudadanos están buscando nuevas opciones políticas en respuesta a rápidos cambios y profundas crisis como la pandemia mundial, la guerra en Ucrania y la inflación.
Esta búsqueda de alternativas refleja una generalizada desilusión con los partidos tradicionales, que no han cumplido con las expectativas de sus electores.
El descontento ciudadano ha propiciado el ascenso de movimientos y líderes extremistas, quienes prometen soluciones radicales a problemas complejos, exacerbando así la polarización política y social. Este fenómeno no sólo está reconfigurando el panorama político interno de estos países, sino que también está teniendo repercusiones significativas en la estabilidad y cohesión de la comunidad internacional.
Nuestra responsabilidad, más que basarse en la esperanza, reside en fomentar el surgimiento de nuevas figuras capaces de revitalizar el espíritu democrático y promover una visión más inclusiva y constructiva para el mundo.
Esto requiere un renovado compromiso con la participación cívica y el compromiso político, así como un enfoque en la búsqueda de consensos y soluciones que trasciendan las divisiones actuales de los viejos gruñones.
Quizás sea incluso necesario explorar más allá de las ideologías ya caducas que han dominado un mundo obsoleto, considerando nuevas creencias y paradigmas de pensamiento que se adapten a un orden y una realidad completamente diferente a cuando se concibieron los modelos de gobierno que imperan hoy.
Es hora, tal vez, de inventar una forma diferente de concebir la política y lo político, adaptada a la realidad cambiante y compleja de este nuevo siglo.