Hace más de una década, con motivo de un caso expuesto ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos, México debió cambiar su Constitución, para adoptar una visión más progresiva de los derechos humanos, eliminar el fuero militar y garantizar acceso efectivo a los mecanismos de administración de justicia.
Nos encontramos en un proceso en el que la Suprema Corte de Justicia deberá determinar cuál es el rango jurídico que debe concederse a los tratados internacionales, en relación con la misma Constitución, por lo que hace a la figura de la prisión preventiva oficiosa a la que se refiere su artículo 19, ampliado durante la administración del presidente López Obrador a casos como el de corrupción en materia electoral.
En el mundo globalizado en el que vivimos, con la aparición de la Inteligencia Artificial, con los mecanismos de transmisión de la información de los que hoy gozamos –en la palma de la mano–, ser reconocido como un Estado incumplido con sus obligaciones internacionales, sujeto de responsabilidad internacional, trae aparejadas consecuencias.
El funcionamiento de la economía de cualquier país está asociado al capital, que hoy más que nunca fluye con mucho mayor rapidez y facilidad que en cualquier otro tiempo. La afectación al tipo de cambio o al mercado de valores acontece por meras declaraciones del candidato republicano y los riesgos en que se ve situada la renegociación del TMEC se incrementan ante la posibilidad de que México viole los compromisos que con calidades auténticamente obligatorias, firma con sus pares.
La retórica de que la Constitución es la ley suprema de todo el país y por encima de ella no se encuentra nada, ni nadie, sirve mucho para explicar a los estudiantes aquello en lo que en teoría constituye el principio de supremacía constitucional, y nos hace sentir fuertes cada 15 de septiembre que celebramos nuestra independencia. A nivel internacional, sin embargo, los tratados firmados por México dicen lo contrario. Desde la Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados se reconoce que éstos, los tratados internacionales ocupan una posición jerárquica superior con relación a todo el ordenamiento jurídico nacional, incluida nuestra Constitución. Cualquier desacato de nuestros compromisos puede dar lugar al fincamiento de responsabilidades.
El tema de que existan fallos de los tribunales internacionales contra México constituye un tema grave, no sólo como precedente para el país mismo, sino que se inscribe en los anales de la historia, sirviendo como ejemplo y precedente a nivel internacional, de lo que un Estado debe abstenerse de hacer en su relación con el exterior.
Es precisamente a colación con todo lo anterior que viene a cobrar tanta relevancia el derrotero que siguen las iniciativas del Presidente López Obrador en materia Judicial.
La reforma a la Constitución a través de la cual se pretende menguar la autonomía de la Suprema Corte de Justicia y de los jueces, no podrá –lógicamente– señalarse como una reforma inconstitucional, porque acabará por materializarse en la Ley Fundamental misma, pero inequívocamente afectará compromisos internacionales asumidos por México frente al extranjero, incluso, en los tratados internacionales que lo vinculan con más de cuarenta mercados a nivel internacional. El país pondrá en riesgo procesos de integración de los cuales depende la generación de empleo y desarrollo que le han dado sustento a lo largo de los últimos treinta años.
Teniendo el presidente López Obrador un fervoroso deseo de trascender a la historia por su legado, resulta verdaderamente extraño que no haya reparo alguno de su parte en que podría lograrlo, sí, pero en el lado equivocado de sus páginas.
Ante la imparable determinación de su parte, de seguir adelante con el proceso de modificación a la Constitución con cualquiera de las consecuencias que la reforma entrañe, hoy devienen más atendibles que nunca las ideas que algunos ministros aportan para que, incorporándose en la letra chica de los transitorios, se aterrice una reforma que aun terminando con la trayectoria de los ministros en funciones, se permita la continuidad de jueces y magistrados no objetados en su trabajo, en quienes descansa realmente el 99% del trabajo del Poder Judicial de la Federación.
No habrá peor desastre para el país que tener que prescindir, de la noche a la mañana, de tan importante brazo de gobierno. No habrá peor capítulo de nuestra historia, que su desaparición por consigna o, peor aún, por capricho.