Más del 30 por ciento de la población migrante que está en México son menores de edad. Se trata de más de 11 millones de niñas, niños y adolescentes que han sufrido lo indecible durante su tránsito migratorio y llegan a territorio nacional agotados y con miedo, presas fáciles del crimen organizado.
La mayoría de estos pequeños migrantes provienen de Honduras, Guatemala y El Salvador. Huyen porque la miseria, el hambre y la violencia ya son insoportables y utilizan nuestro territorio para llegar a Estados Unidos, con objeto de alcanzar el tan anhelado “sueño americano”.
Los menores y sus padres abandonan su terruño por necesidad. Quieren cruzar la frontera para trabajar, porque creen firmemente que -aunque sea en condiciones precarias-, su calidad de vida será mejor y hacen cuentas fáciles.
Según la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal), el salario mínimo en Honduras, Guatemala y El Salvador es de 365 dólares en promedio. En la Unión Americana, en cambio, el salario mínimo mensual asciende a mil 764 dólares.
Las caravanas de migrantes centroamericanos son cada vez más grandes e incluyen un número creciente de niños y adolescentes. El aumento en el número de infantes en tránsito es sorprendente. Recientemente, el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (Unicef) reportó que entre enero y abril de 2021, los niños migrantes reportados en México pasaron de 380 a tres mil 500.
Las estimaciones de este organismo internacional son escalofriantes pues calculan que, diariamente, el Instituto Nacional de Migración (INM) detecta un promedio de 275 niñas y niños centroamericanos que esperan cruzar la frontera hacia la libertad y la tierra de oportunidades.
La mayoría mira sus sueños rotos, estrellados en el piso. Una vez que son detenidos, las autoridades migratorias los colocan en albergues que cada vez son más insuficientes. Hacinados, enfermos y acongojados, los adultos y menores de edad miran pasar el tiempo a la espera de que las autoridades estadounidenses respondan sus solicitudes de asilo.
Durante su estancia en esos lugares de acogida, los migrantes corren el riesgo de ser víctimas de la violencia y la explotación. Incluso los menores de edad, a cada paso, corren el riesgo de ser reclutados por las bandas de trata, cuyas actividades y ganancias ilícitas se han triplicado en los últimos 15 años.
La imagen es dantesca. Hay 11 millones de niñas, niños y adolescentes que tendrían que estar en la escuela o jugando en las calles, pero no ocurre así. Pasan largos meses en una huida que no entienden.
Peor aún, la mitad de ellos viajan sin sus padres, se desplazan solos. Todo el tiempo están vulnerables ante la falta de comida y agua, al cansancio y la inclemencia del tiempo, y la exposición a los abusadores sexuales y el crimen organizado.
Si para las mujeres y hombres migrantes la situación no es fácil porque enfrentan la violencia institucional de policías, agentes migratorios y guardias nacionales, los menores que viajan solos viven historias de terror. Para ellas y ellos, no hay aprendizaje, seguridad ni rutinas. Simplemente no hay esperanza.
La sociedad civil y la comunidad internacional, como la Unicef, trabajan con los equipos humanitarios para brindar a los integrantes de las caravanas de migrantes atención sanitaria móvil, vacunas, exámenes de nutrición y cuidados a la salud materna y neonatal, así como vías alternativas a la educación.
Los niños necesitan nuestro apoyo ahora.
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