En la búsqueda del sueño americano, los migrantes centroamericanos sufren un calvario: asaltos, extorsiones, explotación laboral y sexual, hambre, hacinamiento, enfermedades, accidentes, atropellamientos, maltrato, insultos, golpes y represión.
Quieren escapar de la miseria que viven en sus comunidades de origen, buscan escapar de esas tierras donde ya no hay esperanza, huyen de su patria para escapar de la violencia de los grupos criminales y miran a Estados Unidos como una tierra de oportunidades.
Asustados, desesperados, sin una red de protección familiar ni el apoyo de sus gobiernos son presas fáciles de las bandas del crimen organizado.
Polleros y coyotes que lucran con la esperanza de miles de familias y consiguen millonarias ganancias con una industria inhumana: el contrabando de personas.
Una industria transnacional que opera en México, Estados Unidos, Centro y Sudamérica, con beneficios superiores a los siete mil millones de dólares en el mundo. Los precios “son variables” y dependen del lugar de origen.
Ir a Los Ángeles, por ejemplo, le cuesta a un “mexicano siete mil 500 dólares, ocho mil si son de Guatemala, 12 mil de Honduras, 13 mil a los de Nicaragua y hasta 16 mil para alguien que reside en República Dominicana.
Una industria de corrupción que tiene en su nómina a los coyotes tradicionales, esos que conocen las rutas y los atajos para cruzar los puntos fronterizos; a los policías locales que les filtran anticipadamente el sitio en el cual se ubican los retenes de revisión; y a los agentes migratorios que se harán de la vista gorda ante cualquier eventualidad.
Una industria extraterritorial que opera desde Chiapas o Tabasco, para cruzar estados como Veracruz, Oaxaca, Puebla, Tlaxcala, el Estado de México, Ciudad de México, Nuevo León, Tamaulipas, Chihuahua, Baja California y, finalmente, cruzar la frontera norte.
Una industria de sangre con estructuras que incluyen polleros, conductores de camiones y hasta operadores financieros, antes controladas por Los Zetas y que hoy se disputan células de los cárteles del Golfo, Sinaloa y Jalisco Nueva Generación.
De acuerdo con cifras del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública, el tráfico de personas migrantes creció 173% sólo este año, al pasar de 561 carpetas de investigación abiertas en 2020 a mil 34 casos registrados entre enero y octubre de 2021.
Víctimas fatales de tantos perpetradores, las mujeres y hombres que migran con la esperanza de mejores horizontes, son abordados por los enganchadores en los albergues, los citan en un sitio donde saldrá el vehículo con el contrabando humano y toman rumbo hacia la Unión Americana.
Algunos logran su objetivo, cruzan la frontera y empiezan una vida nueva. Otros son abandonados a su suerte en el desierto, en un camión con doble fondo o en las aguas del Río Bravo donde mueren perdidos, asfixiados o ahogados.
Al inicio de su gobierno, el presidente de Guatemala, Alejandro Giammattei, prometió perseguir sin descanso a los contrabandistas de personas. En su momento, el gobierno de la Cuarta Transformación abrió las puertas de México a los centroamericanos pero después cerró las fronteras, para complacer a Estados Unidos.
A los migrantes les duele la pobreza, la violencia y la soledad, pero les duele más la indiferencia de sus gobernantes y la ineficacia de sus políticas migratorias. Saben que para detener la migración sólo sirven los muros de prosperidad.
Hoy promueven la política de castigos más severos para los traficantes de personas, pero la realidad es que es una crisis humanitaria padecida en todo el planeta y que no se está trabajando de manera puntual, ni mucho menos acertada.
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