El 19 de octubre de 2001, Digna Ochoa fue encontrada muerta en su oficina. El cuerpo de la defensora de los derechos humanos presentaba heridas provocadas por un arma de fuego en la cabeza y en el muslo izquierdo. Un crimen sin nombre.
El caso evidenció la persecución de las personas defensoras, la negligencia de las autoridades en el desarrollo de las investigaciones y la revictimización de las mujeres víctimas de un crimen, justo cuando México celebraba una fiesta democrática.
Vicente Fox Quesada había llegado a la Presidencia y la izquierda mexicana se consolidaba como la primera fuerza en el Distrito Federal, con Andrés Manuel López Obrador como jefe de Gobierno.
Por eso, la decepción fue mayor. Quienes se declararon víctimas del antiguo régimen y damnificados de la guerra sucia, por ser voces opositoras al PRI, fueron incapaces de hacer justicia y garantizar una investigación transparente y eficaz.
De la mano de López Obrador y luego de Alejandro Encinas, el procurador Bernardo Bátiz dio a conocer la “verdad histórica”: Digna Ochoa se había suicidado, pese a que las primeras conclusiones habían establecido la hipótesis de un asesinato político.
Un primer informe forense señalaba que las lesiones halladas en el cuerpo de la defensora de derechos humanos, hacían suponer la intervención de otra persona en la escena del crimen; y consideraban incongruente que Digna se hubiese disparado en la pierna, en lugar de disparar directamente en su sien. Además, una de las balas atravesó el cráneo de izquierda a derecha, cuando Ochoa era diestra.
Declararon el suicidio, sin considerar el móvil político, las amenazas de muerte y el secuestro del que fue víctima por defender casos controversiales, como el de los hermanos Cerezo —estudiantes acusados de pertenecer al EPR y colocar explosivos en sucursales bancarias—, y de campesinos ecologistas torturados por militares.
Los procuradores de Justicia Bernardo Bátiz, Rodolfo Cárdenas y Miguel Ángel Mancera, así como los fiscales especiales, Renato Sales y Margarita Guerra, basaron sus conclusiones en un análisis psicológico que encontró a Digna Ochoa con una “tendencia enfermiza a presentarse como víctima”, una “condición vulnerable para atentar contra su vida” y en el hecho de que el arma homicida era de su propiedad.
De nada sirvió la presión de las organizaciones de derechos humanos, como el Centro Miguel Agustín Pro Juárez, ni el dolor de los familiares. En julio de 2011, cuando Marcelo Ebrard era Jefe de Gobierno, el procurador Miguel Ángel Mancera cerró el caso.
Una vez agotadas las instancias de justicia en México, la familia de Digna Ochoa llevó el caso a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), la cual constató la falta de imparcialidad en las pesquisas, omisiones en el registro forense, contradicciones en las pruebas, un mal manejo de la cadena de custodia, la falta de líneas de investigación vinculadas a su labor como abogada y el asesinato de un testigo clave, después de señalar a un responsable del homicidio.
En octubre de 2019, la CIDH envió el caso a la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CoDH) para analizar las graves violaciones a los derechos humanos, la obstaculización de la justicia y, en su caso, para una posible sentencia contra el Estado mexicano.
Andrés Manuel López Obrador tendrá garantizado un lugar en la historia al ser juzgado por tribunales internacionales. La pregunta es si él y prominentes funcionarios de su gabinete también estarán en el banquillo de los acusados, con la consulta popular que impulsa en México, para juzgar el pasado.