Antes que nada: de acuerdo con estudios científicos, la práctica del ayuno intermitente, en términos generales y para muchas personas, sirve para perder peso y para el manejo y control de la diabetes tipo 2, de manera segura.
Parece increíble que después de las modas de dietas extremas (comer al menos cinco veces al día, no comer absolutamente nada de carbohidratos y demás), la complicada y usualmente inexacta ciencia de la nutrición haya encontrado que el ayuno intermitente es la ansiada solución para esos problemas metabólicos .
Ahora, además, se dice que ahí no se detienen los beneficios, que el ayuno, una práctica común y recurrente en muchas culturas del mundo, puede contribuir a prevenir el cáncer y las enfermedades autoinmunes, aumentar el tiempo de vida e incluso a tener más energía y capacidad de concentración en la vida cotidiana.
Sin embargo, antes de que nos emocionemos, los estudios que soportan la ya popular práctica del ayuno intermitente, aunque consistentes, aún son pocos y de corta duración, por lo que no se sabe de los efectos que la práctica pueda tener a largo plazo;
por otra parte, algunos de estos beneficios han probado ser ciertos, pero no todos.
De entrada, funciona
De acuerdo con una revisión hecha por investigadores de la Universidad de Illinois en Chicago y publicada en la revista Nature Reviews Endocrinology a principios de este año, sobre diferentes formas de ayuno intermitente se encontró que produce pocos efectos gastrointestinales, neurológicos u hormonales, y no daña el metabolismo.
Además se encontró que el grado de pérdida de peso que se consigue con el ayuno intermitente está a la par con el logrado con los enfoques de dieta tradicionales, que restringen la ingesta diaria de calorías; es decir, una pérdida de peso de entre el 3 y el 8% al cabo de ocho a 12 semanas, lo que se considera una reducción moderada o ligera.
Sin embargo, ahí se detienen las coincidencias, pues algunos estudios demuestran que el ayuno intermitente mejora factores de riesgo cardiometabólico como la presión arterial, los niveles de colesterol “malo” y de triglicéridos y la resistencia a la insulina; pero otros estudios no detectan beneficio sobre estos parámetros.
Los investigadores, encabezados por Krista Varady, hicieron su revisión sobre las tres formas más comunes de esta práctica: ayuno, o consumo de un máximo de 500 calorías, en días alternados; hacer dos días de ayuno consecutivos a la semana, y la llamada alimentación restringida en el tiempo, es decir, comer solo una vez al día o dos en un período restringido de tiempo.
Otro resultado importante que se encontraron fue que el ayuno intermitente funciona tanto para personas con obesidad y sobrepeso, como en quienes no padecen de estas condiciones (esa pérdida se da sobre todo en grasa corporal, aunque también hay pérdida de musculatura).
Además, las personas con resistencia a la insulina o prediabetes se benefician del ayuno intermitente, perdiendo cantidades de peso similares a las de las personas sin esas condiciones, y abunda la evidencia anecdótica de que a largo plazo puede revertir esta condición y hasta la diabetes tipo 2.
La investigación también resuelve algunas de las dudas y reservas usuales en quienes hacen ayuno intermitente: “El mito principal es que las personas se sentirán débiles y no podrán concentrarse durante el ayuno.
Hemos demostrado que es lo contrario: en realidad tienen una mejor capacidad de concentración”, dice Krista Varady, autora principal de la investigación.
En un comunicado de la Universidad de Illinois en Chicago, Varady comenta que el aumento de energía y capacidad mental puede ser una respuesta evolutiva para dar fuerza a los hambrientos en su búsqueda de comida.
Ancestro pobre, ancestro rico
“Nada tiene sentido en la biología excepto a la luz de la teoría de la evolución”, es el título de un ensayo de Theodosius Dobzhansky publicado en 1973, y lo cierto que en el caso del ayuno intermitente, la teoría de la evolución justifica plenamente sus bondades demostradas y permite especular sobre las que se intuyen.
Desde los orígenes de la especie Homo sapiens, hace poco más de 300 mil años en el sur de África, hemos sido increíblemente pobres y, sobre todo, hemos estado hambrientos.
Fue hasta el descubrimiento de la agricultura, hará apenas unos 10 o 12 mil años, dependiendo de la región, que empezamos a comer con cierta regularidad.
En términos evolutivos, una decena de miles de años no significan casi nada, por lo que esencialmente tenemos el mismo metabolismo de nuestros antepasados cazadores recolectores, que eran, como se suele decir, unos “comecuandohay” y pasaban largos períodos de ayuno.
En ese sentido, nuestra capacidad de almacenar sustancias energéticas y otros nutrientes para las épocas de escasez es enorme. De hecho este pasado permite explicar también nuestras reticencias a gastar esa energía, que era tan escasa; es decir, no es en vano que la flojera se nos dé “tan naturalmente”.
La principal hormona del almacenamiento de energía es la insulina, misma que nuestro páncreas, a menos que tengamos diabetes tipo 1, secreta en cuanto detecta un poco de azúcar. La insulina es una molécula que “instruye” a las células de nuestro cuerpo que tomen el azúcar que circula en la sangre.
Así, las personas que ingieren mucha azúcar, sea en forma de alimentos dulces o harinosos (como trigo, arroz, papa o maíz), pueden llegar a desarrollar, primero, resistencia a la insulina, es decir, sus células empiezan a dejar de hacerle caso a la instrucción de incorporar el azúcar; y este problema puede evolucionar hacia la diabetes tipo 2.
Aunque el mecanismo es bastante más complejo y tiene más sustancias que la insulina, este breve resumen basta para explicar varias cosas, como que algunas horas de ayuno o incluso algunos días no son perjudiciales; también explica que la evolución nos haya dado un apetito por lo dulce muy difícil de mantener a raya y que resultaba muy conveniente cuando lo dulce eran frutas o bayas de temporada y no pastelitos o caramelos envueltos en plástico.
Pero quizá la principal lección que se puede aprender es lo que quizá hace que el ayuno intermitente sea tan popular: lo importante es mantener bajos los niveles de insulina, lo cual significa que si comemos algo que no los eleve, como las grasas o, sobre todo, las proteínas, es casi como si el ayuno continuara.
Esto hace que, por ejemplo, quienes optan por hacer dos comidas o una sola al día, pueden, a diferencia de quienes hacen simplemente restricción calórica, saciarse comiendo grasas y proteínas; más aún porque son alimentos que más tardan en digerirse y, por tanto, mantienen la sensación de saciedad por más tiempo.
¿Sabías que? El ayuno de baja frecuencia mejora la salud cardiometabólica incluso sin una pérdida de peso significativa, y recientemente se demostró que puede limitar la gravedad de Covid-19.
Contra el cáncer, la vejez y la autoinmunidad
El primero de septiembre pasado, en la revista Science, se dio a conocer el descubrimiento de una proteína que suprime parte del metabolismo de la insulina que estaría funcionando como fuente de la juventud para las hormigas reina.
Para la mayor parte de los animales, tener muchas crías se relaciona con una vida más corta,
debido, se cree, a cómo se “asignan” los recursos nutricionales y metabólicos, pero no para las hormigas reina. Tampoco para las obreras a las que se les permite expresar la proteína recién descubierta.
En ratones el panorama es clarísimo: una dieta baja en calorías de azúcares, limita la producción de insulina. Una restricción calórica de 30% conduce, por ejemplo, a 10% más de tiempo de vida.
El mecanismo molecular por el que esto sucede se dilucidó desde hace unos 15 años; se vio claramente como la reducción de calorías hace que las células pasen de una forma de metabolismo poco eficiente a una muy eficiente que, además de funcionar con poco combustible, hace que el, digamos, “tiempo metabólico” pase más lentamente retrasando el envejecimiento.
Además, en mayo de este año Victoria Acosta-Rodriguez y colaboradores publicaron también en Science cómo se suman los efectos del ayuno, y encontraron que la restricción calórica funcionó mejor cuando se restringió la alimentación para que los animales ayunaran durante al menos 12 horas, aumentando el tiempo de vida en 35 por ciento.
Tal vez por los 10 o 12 mil años que llevamos viviendo en una relativa abundancia como especie, pero en seres humanos estas formas metabólicas no son tan claras como en hormigas y ratones, y tal parece (porque los experimentos y observaciones también son mucho más difíciles de hacer) que aplicar los mismos principios de restricción calórica sólo alargamos la vida un par de años, descontando, eso sí, los beneficios de no tener sobrepeso, obesidad o diabetes tipo dos, que por sí solos aumentan los riesgos de muerte.
También en experimentos con animales, se ha visto que durante los ayunos el sistema inmune se activa de manera que logra incorporar los nutrientes que extrae de las bacterias, virus y crecimientos tumorales que va destruyendo. Este mecanismo evolutivo muy probablemente se ha conservado, pero hay pocas pruebas al respecto; curiosamente Covid-19 dio la oportunidad de hacer una muy relevante.
“Ya se ha demostrado que el ayuno intermitente reduce la inflamación y mejora la salud cardiovascular”, dice Benjamin Horne, de Intermountain Healthcare y coautor de un reporte de investigación publicado en julio pasado en BMJ Nutrition, Prevention & Health.
El estudio descubrió que los pacientes con Covid-19 que practicaban (por su religión) el ayuno intermitente de manera regular desde hacía décadas tuvieron un riesgo menor de hospitalización o muerte por la infección del coronavirus SARS-CoV-2 que los pacientes que no lo hacían.
35 por ciento aumenta el tiempo de vida en los ratones con restricción calórica e intervalos de ayuno diario.
Epílogo: a cada quien su ayuno
Cuando hace unos años se puso de moda la dieta mediterránea, a la que se atribuían grandes beneficios en salud y longevidad, se pudo ver que no era para todo el mundo. Las bondades de esta dieta se habían observado en, justamente, poblaciones mediterráneas. Sin embargo, para quienes no eran oriundos de esa región, ingerir, por ejemplo, las mismas cantidades de aceite de oliva provoca diarrea.
Así se pudo concluir que la dieta mediterránea funciona para quienes, después de muchas generaciones, están adaptados genéticamente a ella. Este principio parece fácil de aplicar a otras poblaciones; sin embargo, para los mestizos, como la mayor parte de los mexicanos, no está claro a qué dieta, y qué nivel de ejercicio, estamos adaptados.
Sin embargo, la resistencia al ayuno y los beneficios de practicarlo llevan millones de años, no sólo en los humanos sino en todos nuestros ancestros, incluso más allá de los primeros mamíferos. Aun así, quienes quieren empezar deben hacerlo poco a poco, con cuidado y vigilancia, y sin esperar que sea una solución inmediata a todos sus males.