Desde su llegada al poder en Afganistán, los talibanes se han esforzado para aportar estabilidad tras dos décadas de guerra.
Pero la violencia sigue presente con los frecuentes ataques de sus rivales de Estado Islámico, como el del martes contra un hospital de Kabul.
Al menos 19 personas, entre ellos un alto comandante talibán, fallecieron y otras 50 resultaron heridas en el ataque contra el hospital Sardar Mohammad Dawood Khan, el mayor hospital militar del país, reivindicado por la rama local del EI, Estado Islámico del Khorasan (EI-K).
Este grupo yihadista se ha responsabilizado también del atentado suicida contra el aeropuerto de Kabul en agosto, con más de cien víctimas, o los ataques en mezquitas chiitas de Kunduz (noreste) y Kandahar (sur), que causaron al menos 80 muertos.
¿Qué es el EI-K?
La organización nació oficialmente a finales de 2014 cuando juró lealtad a Abu Bakr al Bagdadi, jefe del efímero “califato” islámico en Irak y Siria.
“El grupo armado se ha convertido en pocos años en un conglomerado de antiguas organizaciones yihadistas, entre ellas uigures y uzbekos, o talibanes desertores”, explica Jean-Luc Marret, investigador de la Fundación para la Investigación Estratégica.
El EI-K pretende restablecer su propio califato en Asia Central, en una región histórica llamada “Khorasan”, a caballo entre Afganistán, Irán, Pakistán y Turkmenistán.
Según las Naciones Unidas, el EI-K tiene entre 500 y varios miles de combatientes en Afganistán, principalmente en el norte y el este del país, y dispone de células en la capital.
Desde 2020 lo dirige un misterioso Shahab al Muhajir, cuyo nombre sugiere un origen de la península árabe.
Sobre ese dirigente circulan muchas teorías, desde que podría ser un exmilitante de Al Qaida hasta que podría tratarse de un infiltrado en la red talibana Haqqani.
¿Cuál es la amenaza?
Hasta 2020, el EI-K era una organización que estaba en decadencia y cuyo estado mayor había sido diezmado por los ataques estadounidenses.
Pero la llegada del nuevo jefe “desembocó en un cambio radical para la organización, que pasó de ser una red fragmentada y debilitada a la temida falange que es hoy”, dice a la PAF Abdul Sayed, experto de los grupos para la plataforma especializada ExTrac.
Bajo su dirección, los combatientes clandestinos “hicieron hincapié en la guerra urbana y la violencia simbólica”.
En 2021, el EI-K reivindicó más de 220 ataques en Afganistán, varios de ellos tras el regreso de los talibanes al poder.
“Aunque los talibanes siguen siendo su objetivo principal, el EI-K elige principalmente objetivos fáciles como lugares de culto, instituciones educativas y hospitales”, para obtener un mayor impacto psicológico, explica a la AFP Abdul Sayed.
En el centro de la ideología del EI-K, que se presenta como el único garante de una visión consumada del islam, hay un enfoque genocida de las minorías chiitas, consideradas “heréticas”, en particular de los hazaras.
Rivalidad y estabilidad
Los talibanes y EI-K son sunitas y por momentos combatieron juntos, pero actualmente sus estrategias son opuestas. Los talibanes se ciñen al territorio de Afganistán, mientras que el EI-K busca internacionalizar la guerra santa.
Sin embargo, existe cierta “porosidad” entre algunos talibanes y el EI-K, en particular en algunas localidades remotas, dice Sayed.
Tanto en su propaganda como en sus intentos de reclutar integrantes, los dos grupos compiten directamente.
Barbara Kelemen, analista del grupo de estudios Dragonfly, asegura que la llegada al poder de los talibanes la ha aprovechado el EI-K para captar “miembros descontentos de los talibanes y que los perciben como demasiado moderados”.
Desde el 15 de agosto, los talibanes insisten en que pusieron fin a la guerra y restablecieron la estabilidad. Pero los repetidos golpes del EI-K ponen en duda este discurso.
Y sin apoyo extranjero, los talibanes tienen medios limitados de inteligencia y contraterrorismo.
A largo plazo, “tendrán que apoyarse en la red Haqqani, en Al Qaida y otros actores armados para los efectivos, la experiencia de combate y el apoyo logístico”, asegura el think-tank estadounidense Soufan Group.