No debemos ocupar mucho tiempo de reflexión para llegar a valorar la importancia que tiene el Poder Judicial –específicamente, la Suprema Corte de Justicia de la Nación–, en el proceso de defensa de la Constitución. Sí, a la Corte ha correspondido el papel de velar por la conservación del orden constitucional, frente a propuestas que, como se ha visto, transformarían al país, pero en forma ajena la voluntad del pueblo mexicano plasmada en su Ley Fundamental.
Realmente son muy pocas las leyes que han servido para mantener erguido al aparato judicial en el cumplimiento del propósito que tiene encomendado: la Ley Orgánica del Poder Judicial de la Federación; la Ley de Amparo; y, la Ley Reglamentaria de las fracciones I y II del artículo 105 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos.
Son estos los ordenamientos que definen los procesos que se deben seguir, ante Jueces, Magistrados o Ministros, que los habilitan para interpretar y aplicar las leyes, y para salvaguardar la Constitución y las Convenciones Internacionales. Es la función que realizan todos ellos, los jueces, para frenar cualquier abuso o exceso en el ejercicio de poder en el que puedan incurrir el resto de los poderes constituidos: el legislativo y el ejecutivo, y el resto de órganos constitucionales autónomos. Es el propósito de la República y el principio de división de poderes.
Este entendimiento del papel que realizan los jueces no es novedoso; ya en las Leyes de Indias se contemplaban disposiciones que encargaban al virreinato, alcaldes, municipios y a la Iglesia, tratar con justicia y humanidad a los nativos de las tierras conquistadas por los españoles. En la Constitución de 1824, en su Título Quinto, se contempló desde entonces la existencia de la Corte Suprema de Justicia, los tribunales de circuito y los jueces de distrito.
No es concebible la existencia del Estado moderno sin la presencia autónoma de los jueces, en quienes descansa realmente la vigencia del Estado de Derecho, y la función de gobierno que más nos interesa, la de impartir justicia, quizá la única verdaderamente accesible a favor de nosotros los gobernados.
En esas condiciones es que resulta verdaderamente descabellado cualquier planteamiento dirigido a proponer una modificación a la división de poderes, y a impulsar alguna iniciativa que busque acabar con el “imperio de los jueces”. ¿Qué parte de la salvaguarda constitucional y protección de los derechos de la persona habrá de cederse para dar lugar a la intromisión de tal idea?
Esto se entiende perfectamente, no sólo desde la visión del derecho público –a través de la observancia y cumplimiento de las leyes que rigen la vida y relación entre los individuos y los órganos de gobierno–, sino también tratándose de la aplicación y cumplimiento del derecho privado –el que rige las relaciones y actos celebrados entre particulares.
Adán Augusto López, ahora apuntado en la fila de los aspirantes a alcanzar la coordinación general de Morena –político de vocación–, tiene una formación académica profundamente enraizada en la ciencia política, pero también en el derecho; y, en éste, en el derecho notarial. Su comprensión sobre la importancia jurídico-constitucional de la función judicial es incuestionable. El exsecretario es licenciado en derecho, y goza de estudios de postgrado en ciencia política y en derecho notarial, tanto por la Universidad de la Sorbona en Paris II, como por la Universidad Nacional Autónoma de México.
Por dicha razón, debe estimarse inverosímil el señalamiento que ha hecho, en el sentido de que se debe acabar con el “imperio de los jueces”, a quienes acusa de haberse corrompido por los oligarcas del dinero. Debe decirse, la labor de los jueces no es libre ni discrecional, sino que se fija por las leyes que los rigen y mira por los principios abstractos que contemplan las normas jurídicas, principios que resultan aplicables a cualquier persona, con o sin ese dinero.
El precandidato ha querido hacer evidente una cercanía con el presidente López Obrador, cabeza del “movimiento”, con el ánimo de ganar su venia en la búsqueda de la designación oficial; pero su posicionamiento no se puede tomar con seriedad. Se necesita que él diga cuál es el fondo de la propuesta sustancial, más allá de la inadmisible idea de que los jueces sean nombrados por votación popular. Su comentario no goza de validez jurídica, sino que está directamente enfocado en lograr un propósito eminentemente político: ¿cuál es ese posible propósito político que partiría de la base de ser, como se ve, propiamente antijurídico?
No han arrancado las campañas. Debemos estar atentos y ser precavidos, para no caer en tentaciones fundadas en discursos tan pegajosos como endebles. Debemos conocer y divulgar los descubrimientos de todos estos agentes políticos encaminados a gobernar a México, porque sin importar la disociación que llegará a existir mañana entre el discurso y sus acciones, no deja de estar presente en la retórica, el sentimiento y pretensión original del actual de gobierno. Las pistas alumbran un camino dirigido al apoderamiento rapaz de la vida pública a través de los cauces más insospechados.
El mensaje subyacente contenido en el discurso político del precandidato, nos alerta sobre la muy clara voluntad del “movimiento”, de apoderarse del Congreso General a toda costa, para lograr la culminación de un plan de reformas y transformación constitucional del país, que perseguiría un objetivo “igualitario”, poco comprensible e indudablemente oculto. ¿Hacia qué rumbo caminará México de la mano de aquella de las tres “corcholatas” que gane la designación oficial?