Muy amplia y amena fue la referencia que el primero hizo a la evolución misma del Estado de Derecho y su trascendencia política actual, en el contexto de una multiplicidad de derechos humanos. La participación del segundo, cargada de referencias históricas y alegorías, reforzó el carácter imperativo con el que cualquier administración entrante deberá enfrentar el flagelo de la corrupción.
Indiscriminadamente, nuestra clase política y sus actores principales han venido hablando y aludiendo sin parar, no ahora, sino desde hace décadas, a la necesidad impostergable de terminar con la impunidad, velar por la legalidad y reestablecer el Estado de Derecho. Sin embargo, la verdad de las cosas es que a ninguno le resultan bien las acciones encaminadas a la consecución de tan importante objetivo.
Seguiremos así, por los siglos de los siglos, porque el establecimiento y materialización de un auténtico Estado en el que impere la ley, no depende en forma exclusiva del gobierno, del Ejecutivo y los jueces, de los procuradores o legisladores a quienes queda constitucionalmente encomendada la facultad de definir las penas, sino también de sus súbditos. El Estado de Derecho queda infranqueablemente ligado y condicionado a la penetración y observancia de una cultura de legalidad, una convicción social por la que cada individuo reconoce en el cumplimiento del derecho, un único vehículo para la materialización de un fin común, que le concierne a él.
Nos dolemos del fuero y la injusticia de la que nos sentimos víctimas, tras la exoneración de servidores públicos a quienes deja de aplicárseles la ley, por contubernio con la fiscalía acusadora o impericia de la representación social en quien queda depositada la facultad de ejercer la acción penal. Sin embargo, aprovechamos cualquier resquicio que las circunstancias ofrecen para incumplir las normas de derecho obligatorias, de las que depende una convivencia armónica y un crecimiento equitativo de la riqueza, que haría de nuestra sociedad un conglomerado infinitamente más desarrollado y más feliz.
Porque la absoluta mayoría de los mexicanos no cumplen de alguna manera con las normas que en ejercicio de nuestra soberanía nos hemos dado. Existe una amplia y muy arraigada cultura de la ilegalidad que perjudica a unos, por oposición a otros. Porque tanto peca la señora que no paga la seguridad social de una trabajadora doméstica, como el vendedor ambulante que distribuye libremente piratería en las calles.
Ante las restricciones que impone la Ley en materia electoral, las palabras del Doctor Meade fueron generales y ajenas a los típicos compromisos de campaña, pero fueron profundamente ilustrativas de su conocimiento de la profesión y de su sensibilidad con relación a los problemas que le fueron planteados. Los asistentes estuvimos ante una persona que sabe y entiende la importancia de crear, conservar y fortalecer a las instituciones. Un egresado de la facultad que entiende la importancia del diálogo como instrumento imprescindible de la democracia.
Prácticamente ha quedado resuelta la fase del procedimiento electoral inherente al registro de candidatos. Continúan las encuestas, el flujo incansable de información y el resultado que demuestra una mayoría suficiente de votantes indecisos, en quienes está cifrada la suerte y el futuro de México.
Iniciarán los debates y el posicionamiento, ahora sí, en campaña, de cada uno de los candidatos. Escucharemos promesas imposibles de cumplir, una letanía inagotable de acusaciones, y las propuestas sensatas que reflejen el sentimiento cierto de quienes contienden por alcanzar la máxima investidura política nacional. Mientras esto sucede, sin importar quien llegue a ser el ganador del proceso electoral, debería ser un consenso nacional el inherente a imponer, desde los primeros años de existencia, el deber de entender la importancia que, en un Estado civilizado, representa el puntual cumplimiento de la ley. Si perdura esta equivocada noción de que la tolerancia y el incumplimiento de la ley es un sinónimo de democracia y salvaguarda de derechos humanos, jamás habremos de superar el estigma de ser, auténticamente, un país de los más alejados entre aquellos que se dicen encontrarse en vías de desarrollo.