El coliseo romano se inauguró en el año 80 D.C., en el siglo I de nuestra era, y en él desfilaron gladiadores que, entre otros espectáculos, luchaban hasta la muerte con bestias feroces y hambrientas venidas del África. El hombre viene conviviendo de esa manera con los animales desde el inicio de nuestra existencia, porque forma parte de la historia de dominio de una especie frente a las otras. Los leones dominan y se comen a las cebras, del mismo modo que los humanos matamos reses y cerdos para saciar el hambre.
La fiesta taurina, no tan antigua, sí goza de una historia que se remonta unos diez o doce siglos atrás, y comienza en España. A México llegó de la península desde la Conquista, hace cinco siglos: la suerte de lidiar a la res brava con capote hasta darle muerte… o hasta que la bestia hiera o dé muerte al torero.
La semana pasada la prohibió un Juez de la Ciudad de México, a petición de una asociación que, con sus propias ideas, se opone al maltrato animal. En el ejercicio de interpretación del derecho ¿puede un juez moldear de esa manera la historia y la moral pública de un pueblo? ¿Acaso no se trataría más bien de un aspecto de la vida pública que debería de encargarse a un órgano de deliberación política, a un órgano de representación nacional como lo es el Congreso Legislativo?
El crecimiento de las voces defensoras de los animales y opositoras a la fiesta brava ha venido abriendo camino e imponiéndose a lo largo de los últimos años, primero en Europa y ahora en América Latina, en donde la tauromaquia aún se mantiene viva. Con independencia del que en mi opinión es un desatino constitucional, en el que queda demostrado un excesivo empoderamiento de los jueces para involucrarse en un tema que debe deliberarse en la arena política, existen aspectos jurídicos relevantes que pronto se deberán abordar, en lo que vendrá a ser la discusión paralela, no política, en torno de este problema.
Anticipo, necesariamente, que no soy amante de la fiesta taurina, aunque tampoco me identifico con sus detractores. Sí, en cambio, debo de reconocer que soy, como toda la especie humana, omnívoro, y que en tal calidad como carne de res, que disfruto mucho cada vez que forma parte del menú del día. ¿Debemos oponernos a la fiesta taurina a sabiendas de que seguiremos asesinando reses, cerdos, gallinas y peces para saciar nuestro apetito?
Ese es el punto. Con motivo de la discusión en torno de la posibilidad de que un gobierno municipal o estatal proteja el valor cultural de una corrida de toros por encima de la obligación de no hacer sufrir a los animales, el problema que deberán enfrentar nuestros ministros o magistrados, una vez superado el problema de competencias, tiene que ver con la ponderación de un par de derechos y garantías que, en este caso, colisionan de manera evidente: la cultura y el maltrato animal. En mi opinión, algunos criterios sustentados por la Suprema Corte de Justicia podrían alumbrar un poco la manera en que la temática debería de ser abordada.
Se ha sostenido la tesis de que la ley debe de cumplir con parámetros de proporcionalidad y razonabilidad jurídica. Entre otros requisitos que tienen que ver con el concepto, se dice que una ley es proporcional en aquellos casos en que la medida adoptada por el legislador acabe por ser la que se halle a su disposición y sea la menos perjudicial de entre aquellas que podrían haberse utilizado para resolver un problema.
La matanza de animales para el sostenimiento de la especie humana, por fines netamente alimenticios, continúa y no se ve que exista deseo o interés alguno en evitarlo –ni siquiera por parte de los defensores de animales - : encabezamos la pirámide alimenticia.
¿Podría suponerse que el derecho a la supervivencia de la humanidad por medio del consumo de carne es equiparable al derecho a su identidad y cultura, a través de la realización de corridas de toros? Indudablemente, atrás de estas últimas existe historia, y aunque haya personas que lo nieguen, sí existe deporte, arte y cultura. Existe todo un grupo o conglomerado social dedicado a la actividad taurina que goza y disfruta del toreo, y que tiene, al igual que sus detractores, el derecho legítimo a ver tutelada su identidad y su personalidad, del mismo modo a quienes se oponen a ella. ¿Podría decirse que no es válido el sostenimiento de la fiesta brava en mérito de que se priva de la vida a un animal indefenso? No, en la medida en que existan reses que se lleven a un rastro y se maten para saciar el hambre de los seres humanos, la matanza de la res brava en el coso es lícita desde su origen. Es ahí en donde radica ese principio de proporcionalidad.
En la medida en que la privación de la vida de la res obedezca a un fin jurídicamente tutelado, y en ambos casos existan medios equiparables, no podría ser intrínsecamente legítimo matar al animal por una causa, pero ilegítimo permitirlo por la otra. Se trata de un proceso de disposición de la vida de un animal para fines distintos, en los que unos podrán o no estar de acuerdo, pero no por ello obligar a que una fiesta deba de ser ilícita, mientras la otra vía de sacrificio del animal se mantenga permitida. ¿Será mal gusto de quien acude a la fiesta brava? Posiblemente, pero no sería más o menos reprobable de lo que sería criticar a quien le gusta asistir a las luchas, asistir a una pelea de box o a una fiesta para bailar reggaetón.
La inmensa mayoría de quienes se dedican al derecho acabarán por coincidir en que la realización de una corrida de toros no priva de “derechos” al toro, porque como ente animado irracional carece de ellos.
La imposición de obligaciones de cuidado y preservación de la vida del toro, con el miramiento de aspectos económicos que en un ámbito de sustentabilidad de la biodiversidad de las reses bravas conduciría a proteger la industria, vendría a significar una discusión útil, sólo si se demostrara que la realización de la fiesta taurina perturba el orden público. Discutir en torno de los sentimientos del animal y su sufrimiento en la arena, nos llevaría a un terreno tan precario como lo sería el de debatir sobre si un caballo debe o no de ser montado, o un perro debe o no ser sometido al uso de correa.
La realización de corridas nunca ha significado una perturbación del orden público. ¿acaso deberá prohibirse también la fiesta charra?
En la medida en que nos mantengamos como la única especie racional sobre la faz de la tierra, y deseemos seguir comiendo carne y, por consiguiente, sacrificando vacas, existe un acto jurídicamente proporcional del gobierno al permitir la realización de corridas de toros, si atrás de ello existen fines de carácter ecológico y cultural que se puedan proteger, como lo es el concerniente a la sustentabilidad del desarrollo de esa especie animal. El valor intrínseco que un colectivo pretende imprimir en un acto de autoridad, para suponer que una res sufre más en el ruedo que en un rastro, constituye, ante todo, un sentimentalismo subjetivo por parte de quienes sustentan la tesis, que no es oponible a quienes defienden lo contrario.
En síntesis, hay un fin de carácter social detrás de la realización de corridas de toros que tiene su origen en la historia, que es equiparable por cuanto a su objeto y fin al sacrificio de la res para fines alimenticios, que puede protegerse por la norma, si tras una discusión política por un órgano de representación nacional así se decide. El involucramiento de los jueces, una vez más, constituye una falta de deferencia a favor de quien, en el estado actual de cosas, debiera resolver este problema: el legislativo.