Nuestro sistema político y la relación equilibrada que existe –o debe de existir– entre los poderes de la unión, han impuesto un diseño constitucional que impulsa un trabajo legislativo itinerante. El Congreso se reune para discutir las iniciativas de reformas a la Constitución y a las leyes dos veces al año, en períodos y calendarios definidos con exactitud en la misma Carta Magna. El agotamiento de los períodos para legislar impone cargas y urgencias extraordinarias a los legisladores, que provocan embotellamientos y retrasos que, a veces –como en el caso de los presupuestos–, han dado lugar a ocurrencias de quienes dirigen las mesas directivas en ambas Cámaras, que ponen en riesgo la legitimidad y la legalidad de los mismos procesos para aprobar las leyes; por ejemplo, la de detener el reloj legislativo.
Legislar es, en sí mismo, un asunto complejo. El proceso se lleva ante dos Cámaras, compuestas por centenares de legisladores, que trabajan conjunta y separadamente, en sus grupos parlamentarios o, con la representación de estos, en las comisiones correspondientes. La observancia de las formalidades jurídicas para que ese complejo engranaje funcione adecuadamente, garantiza que la maquinaria sirva para atender el propósito para el que está destinada, a la postre, el cumplimiento de los propósitos de cada ley: ayudarnos a vivir en paz.
Cuando al final del proceso legislativo, una minoría superior a la tercera parte de los diputados o senadores de cualquiera de las Cámaras, estima que el producto de la discusión parlamentaria viola la Constitución, goza de la legitimación que les confiere la Carta Magna para interponer el denominado Juicio de Acción de Inconstitucionalidad, que se somete a la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Ésta, con el voto calificado de cuando menos ocho ministros, puede emitir sentencia a través de la cual declare la inconstitucionalidad de la Ley reclamada con efectos generales, es decir, la muerte jurídica de la ley que hubiera sido producto de un proceso legislativo ilegal o equivocado.
En fechas recientes, cuando las minorías legitimadas de diputados o senadores han promovido Juicios de Acción de Inconstitucionalidad contra leyes que, para aprobarse, hubieran atravesado procesos legislativos irregulares, la Suprema Corte de Justicia ha decidido pronunciarse en contra de la ley, y ha ordenado la reposición del pro ceso legislativo. La decisión es acertada, pues vigila y asegura que, durante los procesos de discusión y aprobación de las leyes, se cumpla con una cláusula democrática esencial, al corroborar que la voluntad política de la ciudadanía se ve bien representada antes de que una ley que habrá de obligarla, entre en vigor.
Un ejemplo muy claro de esto, nada distante, tuvo que ver con el proceso legislativo que concretó la reforma a la Ley Federal de Telecomunicaciones y Radiodifusión, en la materia de la defensa del derecho de las audiencias; al advertirse que ante la Cámara de Senadores no se respetaron los plazos para que los senadores conocieran los dictámenes correspondientes, se delcaró la inconstitucionalidad de la ley y se convocó al propio Congreso para que repusiera el procedimiento legislativo.
La semana pasada fuimos testigos de ese fenómeno de aglomeración legislativa al final del periodo, el 30 de abril de este año. Sin miramiento de los plazos previstos en la Ley del Congreso y los reglamentos de las cámaras, Morena y sus aliados atropellaron el procedimiento legislativo y aprobaron más de una veintena de iniciativas, que han venido a dar un resultado de la actividad parlamentaria, cuando menos, desastrozo.
El desenlace, de llegarse a juntar la votación necesaria para que se pueda plantear el Juicio de Acción de Inconstitucionalidad contra cada ley aprobada, es previsible: los decretos de reforma, derogación, modificación o aprobación de leyes votados la semana pasada, llegarán a ser declarados inconstitucionales por la Suprema Corte de Justicia. Nuestro máximo tribunal se verá, otra vez, colmado de cargas de trabajo.
El problema más relevante que apreciamos, sin embargo, no se cifra en los aspectos constitucionales evidentes que hemos enunciado en los párrafos anteriores. En la médula del fenómeno parlamentario acontecido se oculta y sobrevive una intromisión política que, desde cualquier perspectiva que se pueda ver, resulta inadecuada o inconveniente.
En la construcción de un Estado de Derecho, los órganos encargados de la política nacional tienen un deber irrenunciable que se comprometen a cumplir: el de cumplir y hacer cumplir la Constitución. Esa observancia del marco jurídico constituye un pilar esencial para la construcción de un ánimo armoniozo de nuestra sociedad, que favorece la marcha y el desarrollo del país, con los sectores público, privado y social involucrados.
Sin embargo, la observancia del orden constitucional no es exclusivamente jurídica y material, también es protocolaria y formal. A todo el mundo le conviene constatar que, los poderes constituidos, Ejecutivo, Legislativo y Judicial, comprenden y están dispuestos a observar y cumplir su función con estricto apego a lo que establece la Carta Magna.
El desenlace que tuvo el segundo período ordinario de sesiones del Congreso de este año, no sólo constituye un desaguisado constitucional al haberse transgredido la normatividad parlamentaria en la forma oprobiosa que se ha venido comentando, sino que también demuestra un desaseo político que evidencia una falta de comprensión o consideración a las formas políticas más elementales que deben caracterizar a una república, de la talla y edad que tiene el gobierno de México.
Jamás se había visto una intromisión en la labor de los poderes de la Unión tan poco pudorosa como la que vimos la semana pasada. La coincidencia de intereses entre el Ejecutivo de la Unión y su partido, en el Congreso, no constituye una circunstancia extraña en nuestro sistema, como tampoco lo sería en el de cualquier latitud. Sin embargo, una reunión con pase de lista e instrucciones tan precisas, con un seguimiento tan disciplinado y puntual por parte de los legisladores instruidos, en la forma abordada por el partido en el poder, debe decirse: rompió todos los cánones. El episodio debe preocuparnos, porque estamos a unos meses de que termine el sexenio, y el Presidente de la República ha dado aviso de que hay todavía muchos cambios por venir. De continuar las cosas este rumbo, ojalá que conservemos una Suprema Corte de Justicia –y muchas otras instituciones más–, que sirvan para contener los impulsos de este matrimonio que, como quiera que se desee ver, dan avisos de querer destruir a México.