Este fin de semana, la gobernabilidad y el mantenimiento de la paz pública estuvieron a prueba y en riesgo en la segunda entidad federativa económicamente más importante del país. Una vez más, como muchas otras que han tenido lugar a lo largo de nuestra historia reciente, se constató la funcionalidad y supervivencia de nuestras instituciones, encabezadas por la Suprema Corte de Justicia. ¿Qué atributos le concede la ley para que su peso en el mantenimiento del Estado de Derecho se siga conservando?
La pregunta podemos formularla al apreciar que, al final de cuentas, la asunción del cargo de Gobernador Interino de Nuevo León pudo tener lugar porque la propia SCJN así lo ordenó. ¿Basta acaso porque así lo ordenen cinco u once ministros para que se cumpla?
La verdad de las cosas es que la Constitución y la Ley establecen figuras que conceden coercitividad a las resoluciones que pronuncian los jueces. Un desacato de alguna resolución dictada con motivo de la tramitación de un Juicio de Amparo o de un Juicio de Controversia Constitucional, pueden conducir al procesamiento de la autoridad responsable por la comisión de delitos que llegan a castigarse hasta con más de diez años de prisión.
La Ley de Amparo contempla, inclusive, la posibilidad de que los tribunales de amparo ejecuten sus resoluciones por sí mismos, y para ello, son los propios órganos de justicia los que pueden solicitar el auxilio de la fuerza pública. Evidentemente, todos los órganos encargados de la seguridad pública en el ámbito local o federal, el ejército, la marina y la guardia nacional deberían quedar supeditados al cumplimiento de un mandato de la SCJN si de ello dependiera hacer cumplir la Constitución.
El fin de semana advertimos la vigencia de esa cláusula constitucional cuando, a pesar de que partidos y ciudadanos alineados a aquellos se oponían a permitir el cumplimiento de la ley, ésta debió acatarse en el momento en que los ministros así lo ordenaron.
Aventurándonos en pensamientos hipotéticos posiblemente exagerados, aunque de ningún modo descabellados, ante la subordinación jerárquica de las fuerzas armadas al titular del Ejecutivo Federal, podemos hacernos un par de preguntas interesantes: ¿Qué sucedería si habiéndose pronunciado una resolución obligatoria por parte de la SCJN, las fuerzas encargadas de la seguridad no las acataran? Y otra más, ¿Qué podría suceder si, al revés, fueran los integrantes de la propia SCJN los que, en un momento dado, decidieran votar en términos abiertamente contrarios a la Constitución, y desacatar su texto?
En cualquiera de ambos casos hablaríamos, desde luego, de un grave rompimiento del orden constitucional, que según lo dispuesto por el artículo 136 de la Carta Magna debería dar lugar al restablecimiento de aquella tan pronto como la rebelión ocurrida se viera superada y el pueblo recuperara su libertad.
El Código Penal Federal y el Código de Justicia Militar contemplan la pena de hasta sesenta años de prisión en contra de los miembros activos o inactivos del ejército y la armada que cometan el delito de rebelión, siendo éste el alzamiento en armas contra el Gobierno de la República para, entre otros, impedir la elección de los Supremos Poderes de la Federación, su integración o el libro ejercicio de sus funciones, o usurpar éstas.
Si con el objetivo de hacer cumplir la Constitución la SCJN solicitara el auxilio de las fuerzas armadas para hacer cumplir sus determinaciones –tomando en cuenta que es aquella, precisamente, su competencia–, y éstas se rebelaran, entendemos entonces que habría de proseguirse el juicio penal correspondiente para imponer a los miembros incumplidos del ejército o armada requeridos, las penas aplicables al delito de rebelión. Desafortunadamente, hasta que eso sucediera, estaríamos realmente sujetos a las consecuencias que deriven en nuestro propio perjuicio, de nuestros compromisos internacionales: véase las consecuencias del bloqueo económico del que han sido presas Cuba o Venezuela.
Ahora bien, podría suceder que, no obstante la necesaria intervención de nuestros tribunales en un conflicto de dicha naturaleza, éstos se reusaran a aplicar la ley en forma clara y abierta. ¿Podría juzgarse a un Ministro o Magistrado por desacatar la Constitución; por violar abiertamente ésta en cumplimiento de su encargo?
La verdad de las cosas es que la Constitución no lo contempla. Éstos gozan de un margen abierto de discrecionalidad tratándose de la interpretación de la Constitución y de la Ley, que los exime de responsabilidad al momento de expresar su criterio con relación a los asuntos que se someten a su consideración.
El artículo 109 de la Carta Magna sí los hace constitucionalmente responsables en aquellos casos en que, en el ejercicio de sus funciones, incurran en actos u omisiones que redunden en perjuicio de los intereses públicos fundamentales o de su buen despacho, pero la sanción abarca su destitución e inhabilitación, en el peor de los casos.
No existe ningún precedente que nos conceda directrices interpretativas sobre cómo podrían fincarse responsabilidades contra nuestros juzgadores por desacato constitucional, en un caso como el que vivimos este fin de semana.
Es por dicha causa que deviene tan trascendente la preservación del orden constitucional, tratándose del cuidado de los procesos para la decisión sobre cómo se integra el máximo tribunal del país, pues no habría peor escenario para la conservación de nuestro México, que el de ver perdida la autonomía conforme a la cual los ministros de la Suprema Corte de Justicia cumplan con su encomienda.
La calificación de las cualidades subjetivas de quienes deban gozar de tan alta distinción, la de ser Ministro de la Suprema Corte de Justicia, en el futuro, no puede quedar depositada en una Cámara de Senadores cuyas deliberaciones y votos se eleven a modo, a conveniencia del Ejecutivo de la Unión. Hagamos votos porque nuestros procesos electorales ofrezcan resultados que reflejen la verdadera pluralidad democrática que caracteriza al pueblo de México.