Las exigencias que impone el mercado laboral han llevado a que los programas educativos que desarrollan las instituciones de educación superior, las universidades, sean cada vez más integrales, a la vez, más complejos.
Los alumnos ya no sólo se abocan al estudio de las materias que conforman el plan de estudios de la carrera de su interés, sino que, además, se inscriben en cursos especiales enfocados a la construcción de otras habilidades: idiomas, finanzas, computación, etc.
La complejidad de la enseñanza ha impuesto a los profesores, también, la obligación de ser más acuciosos en la evaluación de sus alumnos; no sólo se califica el conocimiento de la materia, sino también la habilidad oral, la participación en clase, el pensamiento inquisitivo, la investigación y la capacidad de resolución de problemas, la capacidad literaria, etc.
Hace tres décadas que terminé mis estudios de licenciatura en derecho, en la Universidad Nacional Autónoma de México, el plan de estudios estaba compuesto por cuarenta materias. Obtener el grado de licenciatura implicaba haber atravesado el correspondiente proceso de evaluación, para cada una de esas materias, precisamente el mismo número de veces. Ser un abogado egresado de la Facultad de Derecho en esa época, implicaba haber acreditado, no una vez, sino cuarenta veces, los exámenes de conocimiento del plan de estudios.
El estudio de nuestra licenciatura se ha complicado, porque el plan de estudios se ha dividido y especializado, y el número de materias que desde 2019 ha de acreditarse, creció a 63. La calificación de los egresados también entraña un proceso de evaluación docente más complejo, porque los profesores han de conocer las capacidades del alumno en función de todas las habilidades mencionadas; además, en un nuevo contexto, en el que el maestro también es evaluado.
En la enseñanza del amparo, asignatura a la que me he dedicado durante los últimos veinticuatro años, me enfrento constantemente a un fenómeno complejo: profesores de materias con las que la enseñanza del amparo está seriada, como lo son el derecho constitucional, y los derechos humanos, imparten el curso y transmiten conocimientos de altísima especialización jurídica, sin darse cuenta de que, a los alumnos de licenciatura, debe enseñárseles la materia en correspondencia con el grado.
Esa súper especialización adelantada, me obliga cada semestre a impartir una breve introducción al derecho procesal constitucional.
El fenómeno pone de relieve un aspecto alrededor del cual giran las consideraciones que expondré enseguida: la enseñanza y la evaluación de cualquier carrera, debe forzosamente ajustarse al grado en el que se enseña y califica al alumno. Existe una tendencia generalizada a querer formar súper-licenciados, como si los conocimientos adquiridos por el profesor en grados de especialización y maestría, debieran formar parte de los mismos planes de licenciatura.
Se presenta hoy la problemática en torno de la trascendencia que ha de concederse a la tesis profesional, como un elemento indispensable para valorar la capacidad de un alumno de licenciatura, para obtener el grado equivalente. ¿Un alumno de licenciatura, el primer grado profesional, debe acreditar contar con capacidad para producir obra escrita?
Creo sinceramente que, desde un punto de vista estrictamente cognitivo, se ha exagerado desmesuradamente la importancia que debe concederse a la tesis como trabajo de titulación. Durante muchos años, uno de los problemas que ha enfrentado la Universidad ha sido el bajo número de graduados –no en función del número de estudiantes que hubieran cursado la carrera, sino de su incapacidad para atender y terminar puntualmente los trabajos de investigación, la tesis profesional, como medio para obtener el título.
Por eso, inclusive, se han abierto otros caminos ajenos a la tarea de investigación para obtener el grado: estudios de especialización o máster, que sustituyen a la anterior.
Con el avance de la computación y los programas de inteligencia artificial, la redacción de cualquier documento científico –en el ramo del derecho o en cualquier otro–, o la elaboración de un proyecto de arquitectura o diseño, o incluso, la composición de alguna obra artística, plástica o musical, acabará quedando en manos de una máquina. ¿Se necesitará una tesis para evaluar al sustentante?
El examen final de recepción profesional es protocolario. El alumno que llega a ese día, en grado de licenciatura, es porque ya atravesó cinco años de evaluación específica de sus conocimientos, por parte de cada uno de sus maestros. El compromiso con la calidad universitaria no lo asumen los sinodales en el examen abierto, de cara a la familia y amistades del sustentante, lo deben enfrentar los profesores de asignatura cada semestre.
La tesis profesional no constituye una obra científica o literaria relevante, es una exigencia administrativa que ha servido para evaluar una capacidad inquisitiva primigenia del alumno, que prácticamente ha quedado superada. No es realmente demostrativa de su capacidad profesional, salvo en contados casos, normalmente asociados a alumnos que se decantan por el seguimiento de su carrera en el ámbito de la investigación.
Sin que esta conclusión constituya una justificación a la acción de copiar en el examen profesional, sí estimo que la elusión de las obligaciones en el trabajo escrito de recepción profesional no son una razón siquiera medianamente suficiente para sostener que, un profesionista así graduado, carezca de conocimientos o capacidad profesional para ejercer la carrera de que se trate.
Me atrevería a decir que, ante la eventual existencia de tesis copiadas, aquellos que hubieran obtenido el grado académico correspondiente, podrían en su vida profesional llegar a demostrar, con méritos, contar con habilidades y conocimientos suficientes en el grado de licenciatura, para ejercer una profesión dada, en el caso propio, la de derecho. La semana entrante, sin embargo, abordaremos el tema deontológico. ¿La copia del trabajo de recepción profesional demuestra de manera irreductible una falta reprochable de valores éticos?