El ejercicio democrático del poder entraña por parte de quien lo ostenta, el necesario entendimiento de la voluntad e ideales de todos aquellos a quienes gobierna. El poder no se pone a la disposición del mandatario para materializar ocurrencias ni caprichos, sino para cumplir el conjunto de imperativos que provienen de la ley.
Esa interpretación es la que debe darse a las disposiciones constitucionales en las que queda enmarcado el principio de legalidad, como también la subordinación de la función administrativa al sistema republicano de gobierno, regido por frenos y contrapesos.
Sólo así es que puede entenderse el Estado de Derecho y, en él, la lógica de la obligación que contempla el artículo 87 de la Carta Magna, por la que se conmina al presidente electo a declarar solemnemente ante el Congreso: protestar guardar y hacer guardar la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos y las leyes que de ella emanen, y desempeñar leal y patrióticamente el cargo de Presidente de la República…”
Esto, que resulta evidente para cualquier persona medianamente letrada que se aboque a la lectura de nuestra Constitución Federal, debería de entenderse por todos aquellos obligados a intervenir en los procesos de acceso al poder; aquellos que inciden en el nombramiento, acompañamiento y triunfo electoral del candidato a quien corresponda ejercer cualquier cargo de representación popular: los partidos políticos.
Enfrascados en la discusión que arroja la vorágine de violencia en la que estamos inmersos, como el de la crisis política que divide al pueblo de México, observamos cómo los candidatos al ejercicio de los deberes públicos pasan por alto la importancia de asumir con vocación, firmeza y seriedad, de cara a la Nación, la obligación primaria que les corresponde de observar y hacer cumplir la Constitución y la ley.
México ha atravesado un lustro de constante acoso contra una buena parte de su población, contra los partidos políticos, contra los medios de comunicación, contra un número importante de inversionistas del sector privado, entre muchos otros, y se pasa por alto que, tal embestida contra la unión de la Nación, proviene, propiamente, de nuestros gobernantes.
Esa violación a la unidad nacional entraña un desacato al mandato constitucional; que no se produjo de manera espontánea una vez que el presidente electo asumió en el 2018 la función de Presidente Constitucional, sino que se gestó y se nutrió a lo largo del tiempo, al cobijarse de manera sistemática una narrativa que siempre estuvo encaminada a destruir el tejido social y a desnaturalizar y descarrilar a las instituciones concebidas para tutelar el pacto democrático nacional.
Un día después del resultado de la elección estatal más importante que existe en México, podemos apreciar que el camino ya está trazado, y en él se dibuja con cristalina claridad lo que está por venir el año entrante: un estrepitoso fracaso de una oposición dividida, disminuida y pésimamente mal dirigida.
En este renacimiento de la cultura mexicana del “tapado”, de la designación por “dedazo”, debemos de cruzar los dedos y soñar con que, el cambio –otra vez–, volverá a gestarse desde dentro. Que los principios democráticos y de derecho que enmarcan la vida y el desarrollo nacional, aún y cuando están expresamente previstos en la Constitución, quedan realmente condicionados a la convicción democrática personal de quien llegue a gozar de la venia y predilección del presidente gobernante y su partido: como era en un principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos.
Quizá es una buena oportunidad para que nosotros, electores, prestemos atención y agucemos nuestros sentidos, a efecto de identificar, entre los partidos y sus aspirantes, a aquellos que, justo antes del proceso electoral, ya den muestra de su interés por respetar la Constitución y la ley. Un error sería el de creer y dar rienda suelta a comentarios de apoyo que favorezcan a dirigentes, partidos y candidatos que, como ha sucedido, expresan claras muestras de desprecio por el derecho.
Nuestra Carta Magna establece con claridad en su artículo 2º que la Nación Mexicana es única e indivisible; y, en su artículo 25, la misma Ley Fundamental establece que corresponde al Estado la rectoría del desarrollo nacional para garantizar que éste sea integral y sustentable, que fortalezca la Soberanía de la Nación y su régimen democrático.
La construcción de un discurso político de reconciliación nacional, para favorecer la estabilidad de las instituciones y el progreso de México –en concordia–, no constituye una elección caprichosa de nuestros gobernantes, sino un mandato constitucional. La conducción de los partidos políticos y sus aspirantes, a través de dicho derrotero, a lo largo del proceso que está por comenzar, es un imperativo en el que nos debemos interesar.Parece inverosímil que, habiendo llegado tan lejos en el terreno de la alternancia democrática en este siglo, podamos anticipar que nuestro futuro en el legítimo derecho de designar a nuestros gobernantes haya quedado reducido, otra vez, al nivel de un sueño, una ilusión o una esperanza. Ganó el abstencionismo; perdió México.