Por una auténtica vocación profesional, o por una aspiración superior de hacer pública y trascendente una idea o pensamiento, o por el simple gusto de participar de un modo activo en la vida democrática del país, todos los que escribimos en el periódico cumplimos puntualmente con una responsabilidad pública autoimpuesta, y ejercemos un derecho e implícita obligación que se ve tutelada por la Constitución: la de expresar con libertad nuestras ideas e informar.
Ambas prerrogativas constituyen un derecho humano de primerísimo orden, pues de él ha dependido a lo largo de la historia la construcción de la civilización moderna de la que todos nos privilegiamos. Es a través de hacer público e intercambiar el pensamiento que se construye el progreso y la paz, y se sientan las bases para el desarrollo democrático de las naciones.
Es tal su importancia que se reconoce como un derecho universal en las Convenciones Internacionales y como una Garantía Constitucional, propiamente, en nuestra Carta Magna.
Tanto en la Convención Americana de los Derechos Humanos en su artículo 13º, como en el artículo 7º de la Constitución de México, se establece que la libertad de expresión es un derecho humano inviolable, y se prevé que éste no puede ser restringido por vías o medios indirectos, como controles oficiales o particulares, de papel para periódico, de frecuencias radioeléctricas o enseres y aparatos usados en la difusión de la información, o por cualquiera otro medio y tecnología de la información encaminados a impedir la transmisión y circulación de las ideas y opiniones.
Y se establece con toda contundencia, que ninguna autoridad puede establecer la previa censura, ni coartar la libertad de difusión.
En el tratado internacional citado –que al haber sido ratificado por el Senado forma parte del derecho mexicano–, se establece que debe quedar prohibida toda apología del odio nacional que constituya incitaciones a la violencia, o cualquiera otra acción ilegal similar contra cualquier persona, por ningún motivo.
Desde el 2011 que se reformó la Constitución en la materia de los Derechos Humanos, todas las autoridades, sin importar su orden y estatura jerárquica, están obligadas a observar y proteger la observancia y el cumplimiento de tales prerrogativas fundamentales. Los jueces federales tienen la responsabilidad constitucional de dictar sentencias en materia de amparo, que sirvan para validar tales derechos y para garantizar su ejercicio pleno a todo ciudadano. Se trata de remedios efectivos contra actos abusivos del poder público que puedan emitirse con el propósito avieso de disminuirlos.
La función que desde el 2011 tienen asignada los jueces es novedosa, y ha venido a significar una revolución en la materia de la protección del individuo, que se suma a una corriente garantista que circunda el planeta con la finalidad de redefinir y dar una nueva posición al hombre en sociedad, frente al Estado.
La evolución del control constitucional a través de la labor judicial sigue en formación –aunque cada día hay más precedentes que refuerzan y dan un nuevo relieve a las sentencias que ordenan la restitución de derechos a favor del gobernado, incluso a través de nuevos escenarios. En tribunales internacionales se ha reconocido que la restitución simple del derecho violado podría ser insuficiente, y que ante un abuso de poder, existen sanciones pecuniarias que deben imponerse en contra del servidor responsable del acto público ilícito, a efecto de hacer de la sentencia no sólo un acto de justicia para el individuo, sino de sanción e inhibición en contra de un órgano autoritario.
La semana pasada, ante la presentación de un reportaje bien documentado, que evidenció los desatinos en que la presente administración ha incurrido en el manejo de la pandemia de Covid 19, firmado por Joaquín López Dóriga, el Presidente de la República arremetió en sus discursos mañaneros haciendo pública una caricatura a través de la cual lo denostó, para después incitar a la burla y escrutinio en contra del propio comunicador.
Además de las muestras de solidaridad que ha despertado el ataque del que el periodista fue sujeto, se ha dicho mucho ya sobre la actitud incorrecta en que incurrió el Jefe del Estado mexicano.
Si bien es cierto que la actitud del servidor público que invita a ese tipo de violencia constituye un acto políticamente reprobable, creemos con toda franqueza que la falta es absolutamente mayor, y que en este caso, la respuesta del Presidente no se trató de un atropello individual provocado por un artículo aislado, sino que constituye una práctica habitual y reiterada, que socaba el ejercicio de un derecho fundamental al que debe de estar asociado el desarrollo presente y futuro del país, como nunca había sucedido antes: el de la libre expresión y la prensa sin censura.
Por la violencia que se ejerce contra el periodismo en México, nuestro país ocupa uno de los últimos lugares en la calificación inherente a la libertad de prensa. El abuso oficial en contra del periodismo, a través de la incitación de la violencia en contra de quienes profesionalmente se dedican a él, en la forma en que lo presenciamos la semana pasada, constituye una violación grave y reiterada de derechos humanos que transgrede de manera frontal un compromiso internacional.
El repudio periodístico en contra de la difamación de un reportero es insuficiente para detener la censura, cuando ésta amenaza en instituirse como un nuevo camino para la implantación de un gobierno intolerante a la crítica. Parece urgente que, quien goce de la representación gremial del periodismo nacional, debe ejercer las acciones constitucionales procedentes, a través de las cuales se logre el involucramiento preciso y eficaz del Poder Judicial a fin de imponer la condena correspondiente, por medio de la cual se conmine a todos los órganos de poder dependientes del Ejecutivo Federal, y al propio Presidente de la República, a abstenerse de censurar, por vía directa o indirecta, a través del ejercicio violento de la facultad de replica instalada a través de las conferencias mañaneras, la labor periodística crítica que pudiera existir en contra de su administración.
Se trata de una contención necesaria de la que pudiera depender la supervivencia de nuestra democracia, de la paz pública y de una vida republicana saludable.