La tarea de interpretar un derecho humano es tan interesante como peligrosa. ¿Derecho a la justicia?, ¿Derecho a la libertad?, ¿Derecho a la igualdad?, ¿Derecho al Honor? Son vocablos melosos y su manipulación puede constituir una gran tentación, pero involucrarse en la tarea de definir su alcance en sociedad, en el mundo en el que vivimos, puede significar un atrevimiento que queme las manos.
Mis padres se conocieron en la oficina en la que ambos trabajaban, en los inicios de los años sesenta. Desde esa época y hasta el día en que falleció, mi madre se sintió profundamente orgullosa por haber trabajado toda la vida, y mi padre de haberla alentado a hacerlo. A diferencia de otras parejas, mi padre impulsó a mi madre a viajar con nosotros durante los veranos, porque su trabajo a él no se lo permitía, y ella siempre se sintió agradecida por ese apoyo y confianza depositada en ella por su marido. En esa época fueron duramente cuestionados, pero así decidieron hacer su vida. Viví en un hogar en el que imperó el respeto entre ellos y permaneció, ininterrumpidamente, un auténtico sentimiento de igualdad en el hogar. Fui afortunado.
Eso no significó que mi padre se levantara en las mañanas a preparar los uniformes o darnos el desayuno antes de que el autobús de la escuela pasara a recogernos, o que mi madre se encargara de acudir al mecánico cuando era necesario reparar las averías de los coches, sino el entendimiento alcanzado entre ellos de que, como madre y padre, cada uno tenía un rol, y lo desempeñó gustosa y puntualmente para con ellos y para con nosotros, sus hijos.
En mi escuela y en todos sitios, siempre se dirigieron a mis padres como la señora y el señor Cuéllar, porque ese era el apellido de mi abuelo. Mi hermana lleva el mismo nombre, y yo lo llevo con orgullo, por ser el único descendiente que podía transmitirlo a sus hijos. Los hermanos de mi padre tuvieron sólo hijas, pero hasta ahora, ninguna de mis primas se queja en modo alguno de no haber transmitido el apellido a sus propios hijos. A todos nos identifica el mismo nombre y el grupo familiar que hoy tenemos en el teléfono, nos caracteriza por ser eso, los Cuéllar.
Desde los registros más antiguos de familia que conozco y conservo, mis antepasados transmitieron el apellido paterno a sus hijos, y estos a los suyos hasta nuestros días. Así lo establece la ley y nadie hasta ahora, abuelas, madre, tías, primas y hermanas incluidas, se había quejado de ese hecho. Nunca nadie apeló a un tema de igualdad frente a la ley como justificación para cambiar el nombre. Es una costumbre que recogió el derecho y que, a la luz de la Constitución, siempre fue válida. El nombre permite una identificación de la familia y, por consiguiente, aporta un elemento incuestionable de cohesión. Eso no significa que haya desigualdad entre nosotros.
La semana pasada se sometió ante la Suprema Corte de Justicia la discusión inherente a la posible inconstitucionalidad de las disposiciones legales que establecen las reglas para la inscripción del nombre de las personas en el Registro Civil. La resolución adoptada, que incidirá fatalmente en el universo de disposiciones civiles existentes a lo largo de las treinta y dos entidades que conforman la Federación, determinó que la disposición legal que recoge la práctica de inscribir uno sobre otro nombre en el Acta de Nacimiento es inconstitucional, porque viola un derecho humano de igualdad.
La idea, según lo describió el ministro presidente, tiene como propósito acabar con estereotipos y provocar un replanteamiento de esa práctica social, adoptada por el derecho. En lo sucesivo, padre y madre, o madre y padre, porque en estos días debemos cuestionarnos el orden en el que decimos las cosas, deberán ponerse de acuerdo en el orden en que los hijos lleven los apellidos. A diferencia de lo que sucede en otros países, como los Estados Unidos de América, en los que incluso la esposa adopta el apellido del esposo, y los hijos llevan sólo el apellido del padre, aquí nos beneficiamos del apellido de ambos, pero ahora en un orden alternativo o, quizá, en desorden.
En principio, la idea más chusca que se viene a la mente, en la sociedad convulsa, malinchista y pretenciosa en que vivimos, es que esto vendrá a provocar la desaparición y luego la revaloración de los apellidos más comunes. Se acabarán por algún tiempo los López, los García, los González o los Pérez, y darán pie a nombres más estilizados de origen extranjero. Sucederá con los apellidos lo que por épocas acontece con el nombre de pila, irán y vendrán las Claudias y los Rodrigos, y sobrevendrán y desaparecerán en algún momento las Sofías, las Jimenas, los Emilianos y los Mateos.
Hablando en serio, el problema es que la resolución de la Suprema Corte de Justicia se intromete en un aspecto de la vida social de México que no es por sí mismo inconstitucional, como no lo ha sido a lo largo de los siglos, y que debería sujetarse a la discusión parlamentaria. Como en otras ocasiones, los ministros se abocan a la discusión de un tema de representación política nacional a través de la supuesta interpretación de las convenciones internacionales en materia de derechos humanos, y redefinen artificialmente lo que nuestra sociedad pudiera o desearía haber decidido a través de la Ley.
El criterio incide no en agravio de los padres o los hijos, ni tampoco a favor de las madres, sino en contra de la familia a través del vehículo de identificación más importante que hasta ahora había conservado: el nombre.
Entiendo perfectamente el repudio que algunas personas, mujeres u hombres, sienten o podrían sentir en contra de un padre, cuando éste se habría desapegado de las obligaciones y principios que de acuerdo con la moral, sus compromisos con la familia y la ley debiera haber observado y cumplido. Entiendo igualmente justificado, en esos casos, la necesidad de que la ley contemplara procedimientos ágiles para que las personas pudieran deshacerse de un nombre que, en el fondo, puede pesar o resultarles un recordatorio doloroso o deshonroso. Sin embargo, esa justificación se halla, precisamente, en el contexto en el que el nombre de la familia gravita en torno de la madre que ve por ellos. Hablamos de una circunstancia desigual.
Es difícil hablar de igualdad ante la ley en un sentido matemático. Los criterios más trascendentes que nuestros jueces han sustentado para referirse a ella, conducen a encontrar en la ley tratamientos iguales a favor de personas colocadas en una misma situación de hecho, y desiguales a favor de quienes atraviesan circunstancias dispares. Eso es la igualdad.
Teniendo ante si la obligación de determinar si el orden de los apellidos es o no violatorio del derecho humano a la igualdad, la Suprema Corte de Justicia debió dispensar la facultad primaria que para la definición de tal regla corresponde al Poder Legislativo como órgano de representación política, y advertir, eso sí, que la ausencia de procedimientos legalmente establecidos para modificar las actas de nacimiento en casos determinados y especiales, significaría una violación a un derecho a la personalidad y a la dignidad de los individuos.
En el entendimiento del derecho a la igualdad del hombre y la mujer, la semana pasada se gestó posiblemente un atentado en contra de la familia, núcleo de nuestra sociedad. Sólo el tiempo nos permitirá entender la trascendencia y significado de lo que esta resolución ha querido transformar a favor o en contra de México.
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