Ayer lunes 17 de septiembre entró en vigor la Constitución Política de la Ciudad de México, por virtud de la cual se materializa la idea de que el Distrito Federal pase a ser una entidad federativa auténticamente soberana -en algún grado, comparable con el resto de las entidades de la Unión-. En su artículo 9o, apartado A, numeral 2., se incorpora un concepto novedoso que impone al Estado la obligación de conceder a toda persona el derecho a un “mínimo vital”, es decir, a una renta mínima para asegurar una vida digna. Muy pronto llegará a ser extraordinariamente interesante la discusión que aborden nuestros más altos tribunales, en torno de cómo hacer frente al reclamo que presentará un importante cúmulo de desempleados o subempleados, para acceder a tan novedoso derecho humano. El concepto es increíblemente positivo; -nadie en su sano juicio podría oponerse a la erradicación de la desigualdad y al impulso de cualquier política que asegure a cualquier persona, especialmente perteneciente a los sectores vulnerables, un ingreso básico para solventar necesidades esenciales-. Sin embargo, para esto se tendrá que enfrentar el problema relativo a la necesidad de concebir, impulsar, desarrollar y conservar fuentes generadoras de riqueza, que permitan una recaudación de fondos públicos medianamente suficiente para sostener un sistema garantista de tan bondadosa vocación. ¿Qué sector productivo de nuestra sociedad arrojará tan vastos recursos, como para pagarle a millones de mexicanos una pensión elemental que le permita tener una vida digna o decorosa?, ¿A cuánto equivale eso?. La entrada en vigor del “derecho al mínimo vital” que hoy contempla la Ley Fundamental local, constituye la formalización del sistema de pensiones para adultos mayores que durante su paso por la Jefatura de Gobierno creó el hoy Presidente Electo. De otro modo, es también el nacimiento del nuevo camino jurídico que deberá emprenderse para materializar la idea novedosa de repartir más de tres mil pesos mensuales a los jóvenes mexicanos que, sin estudiar ni trabajar, se ven expuestos a las garras del crimen organizado. La idea de enfrentar a la delincuencia atendiendo a sus causas, no es mala; pero sí nos parece ser incompleta. Nada garantiza que la recepción de recursos por parte de jóvenes desocupados, los lleve a quedar exentos de dedicarse a actividades delincuenciales. ¿Qué será mejor: darles dinero, o darles un empleo? Esta idea del “mínimo vital” en el México de nuestra época, en el concierto de las ideas para gastar menos en salarios, ahorrar en el desarrollo del Nuevo Aeropuerto, y al mismo tiempo construir refinerías o un nuevo tren para crear un dinamismo económico en el sur que contenga el flujo migratorio centroamericano, nos obliga a meditar alrededor de las políticas propuestas, que están cerca de echarse a andar por el futuro Titular del Ejecutivo de México. Hoy compartimos dos alrededor de este tema. Primero, siendo cierto y necesario garantizar un ingreso esencial para los jóvenes que no estudian ni trabajan, resulta desastroso suponer que éste deba distribuirse por igual a lo largo del territorio nacional. Bajo ningún motivo podría suponerse que la realidad cotidiana y el grado de riesgo al que se ven sujetos los jóvenes desocupados en la franja fronteriza norte del país, será similar a aquella en que se encuentran quienes residen en las comunidades alejadas de la sierra de Guerrero. Debe de ser una prioridad del gobierno dar un uso eficiente a los recursos, con planes de acción que fortalezcan la idea del apoyo temporal con miras a recuperar el orden, la paz y la concordia nacional -presupuestos para recuperar la legalidad, la inversión y la producción en aquellos estados en los que la falta de preparación técnica y la violencia, ha alejado a los motores que impulsan el crecimiento-. Regalar dinero a lo largo del país, asegura solamente que los recursos no lleguen a manos de quienes realmente lo necesitan; y dar dinero sin un plan de empleo convergente, es un lujo que aleja de su propósito cualquier plan de rescate de nuestra juventud. Segundo, siendo cierto y urgente que se ponga un punto final al dispendio gubernamental, debe valorarse que los proyectos de inversión en infraestructura nacional no garantizan una rentabilidad que pueda medirse en términos empresariales, de ahí que no se deba caer en la equivocada idea de perseguir el ahorro y el gasto matemáticamente eficiente en las actividades económicas del Estado, cuando la explosión que produzcan arroje resultados para la sociedad que puedan descubrirse en otros puertos, a saber: Las Vegas es uno de los mayores centros de esparcimiento en el mundo, dedicado al juego, pero también a la cultura y al entretenimiento, incluso, para toda la familia. Paradójicamente, está localizado en el centro del desierto. La lógica en materia de inversión habría sepultado cualquier iniciativa para construir un hotel en tan inhóspito paraje. El éxito que ha cosechado Nevada a lo largo de las décadas, la Meca del entretenimiento mundial, tiene que ver con la capacidad que tuvieron sus fundadores para contagiar el sentimiento de furor y éxito en el que se ven inmersos sus visitantes. ¿Porqué nos interesa el ejemplo? El mantenimiento del Nuevo Aeropuerto de la Ciudad de México podría llegar a ser costoso, pero podría ser una inversión en infraestructura, en imagen y, sobre todo, en sentimiento nacional, del que pudiera depender el inicio de una nueva era productiva para el país. Así fue concebido. El orgullo de los pueblos está íntimamente ligado a sus logros y a sus obras; no a las dádivas y limosnas. Ese es el gran punto: cuando la economía de los EEUU colapsó en el 2008, su gobierno invitó a los contribuyentes a gastar; porque de eso depende la vuelta a la rueda de la productividad. Estamos por empezar una nueva era en la historia de México, y el gobierno entrante quiere generar riqueza, un “mínimo vital”, del que depende el futuro de miles de jóvenes desempleados, pero utiliza con ese objetivo la retórica del ahorro, la idea incierta de la consulta popular, y la evocación de conceptos nacionalistas de la antigüedad que alejan la certidumbre que requiere el capital. ¿A dónde vamos a llegar?