En febrero se cumplirán siete años desde que la Ciudad de México se erigió en una más de las entidades federativas del país; como si fuera otro Estado más. Dejó de ser el Distrito Federal, con una calidad constitucional aparte, para pasar a ser una más del montón: la treinta y dos.
Siempre me ha parecido curioso el numeroso catálogo de inútiles derechos humanos que los constituyentes decidieron incluir en el texto de dicha Constitución local. Da la impresión de que se fueron de excursión por todo el mundo, recolectando cuantos derechos reconocen otros países para tenerlos todos. ¿Porqué no, si la idea era demostrar que somos una sociedad ultra progresista?
De entre todos, quizá mi predilecto es el que contempla el artículo 7º: ¡El derecho humano a la buena administración pública! –lo que sea que hayan querido decir con eso–. La Constitución de la Ciudad establece que “toda persona tiene derecho a una buena administración pública, de carácter receptivo, eficaz y eficiente, así como a recibir los servicios públicos de conformidad con los principios de generalidad, uniformidad, regularidad, continuidad, calidad y uso de las tecnologías de la información y la comunicación”.
Me he cansado de invocar mi derecho a un buen gobierno cada vez que pasan inspectores de banquetas por mi calle, para solicitar encarecidamente la poda de una jacaranda que ha levantado la banqueta, y vaya que mi dereho humano ha sido irremediable y recurrentemente violado. El derecho a la buena administración pública es francamente una burla. ¿Habrá alguien que haya caido en un bache en su vehículo, al conducir por cualquiera de las avenidas de la CDMX?
Pero no es el tema de la administración de la colonia el que hoy llama nuestra atención: no es este, desde luego, el espacio para ventilar un tema personal. Es el alcance de esa obligación de gobierno, inscrita desde la Carta Magna, la que hoy nos convoca a entender qué es lo que está fallando en el país, tras los sucesos en Acapulco, o después del anuncio ahora hecho por el EZLN sobre la desaparición de su estructura civil por la irreparable degradación de las estructuras del Estado. ¿Qué le pasa a México?
En el artículo 16 de la Constitución Federal se recoge un derecho humano y una garantía que se conoce como la “garantía de legalidad”. En ésta se prevé que nadie puede ser molestado en su persona, sino en virtud de mandamiento escrito de la autoridad competente que funde y motive la causa legal del procedimiento.
Esa norma, en conjunto con aquella otra contenida en el artículo 87 del mismo Pacto Federal, en el que se conmina al titular del Poder Ejecutivo a protestar guardar y hacer guardar la propia Constitución y las leyes que de ella emanen, constituyen, por así decirlo, la piedra angular sobre la cual descansa la razón de ser y el propósito de toda buena administración: cumplir la Ley.
Ésta, la Ley, de acuerdo con las definiciones tradicionales que nos ofrece la ciencia del Derecho, no es sino un conjunto de normas jurídicas de observancia obligatoria, dictadas por el legislador por considerarlas soluciones justas a los problemas surgidos de la realidad histórica. Como reglas obligatorias, tienen el propósito último de imponer un orden, que es la vía adecuada para que todos podamos vivir en paz.
Con motivo de los dolorosos estragos provocados por el huracán Otis, que arrazó con el puerto de Acapulco, hemos venido siendo testigos de la incapacidad de la administración pública en sus distintos niveles de gobierno (Federal, estatal y municipal), para recuperar la gobernabilidad en tan importante centro turístico: Virtualmente se ha abandonado a su suerte a los casi 800 mil habitantes.
No se trata de un desatino político que se remediará el día en que vuelvan a haber elecciones en la entidad, sino que, como recién lo hemos visto, de una grave violación a un derecho humano al buen gobierno, es decir, a que la administración cumpla y haga cumplir la Ley. ¿Acaso no existen leyes que impongan el deber a la administración pública, de proteger a la ciudadanía y hacerles llegar con prontitud los recursos públicos e infraestructura necesaria para poder sobrevivir? La falta de seguridad en la devastada ciudad –hoy agobiada por la rapiña–, entre decenas de omisiones más, a dos semanas de la tragedia, revelan que hay algún miembro en la cadena de gobierno que no sabe para qué está ahí.
El problema es que la situación se replica en todo el país, y para muestra, el llamado que hace un movimiento de guerrilla –ya de por sí, irregular por su propia naturaleza–, con relación a la inhabitabilidad en el territorio de Chiapas, por el crecimiento descontrolado del “crimen desorganizado”. Así lo muestra el reportaje de ayer, de El País, intitulado El EZLN anuncia la desaparición de su estructura civil: “Las ciudades de Chiapas están en caos”.
Vamos, si eso lo dice un grupo armado en el sureste de México, entonces si que las cosas deben de ir bastante mal. Chiapas es uno de los estados que más deberían privilegiarse por la reorientación del gasto público, al ser la zona de desarrollo en la que se ha centrado la atención del Presidente a lo largo de los últimos cinco años.
Aparentemente, el gobernador Rutilio Escandón, de Morena, tampoco ha podido con el paquete, y no ha tenido la visión, o los recursos, o la asesoría y grupos de apoyo necesario para mantener el orden en la entidad.
La ausencia de entendimiento de los propósitos para los que existe el gobierno, desde un punto de vista estrictamente constitucional, provocan un desorden y descontrol que acaba por trascender y reflejarse, del gobierno mismo hacia la sociedad civil. El punto de arribo, fatalmente, será el caos y el rompimiento del orden social: la desaparición del Estado.En España ya se empiezan a dar cuenta que a las cosas hay que llamarlas por su nombre, y ante el acuerdo que pretende celebrar el Partido socialista con los grupos independentistas para formar gobierno, lo empiezan a llamar como una dictadura, la conducción de la administración en manos de una sola persona, a cualquier costa, con el único propósito de perpetuarse en el poder. Son muchos los que están a disgusto. ¿Cómo debemos de empezar a llamar en México a nuestra propia administración?
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