El tema de los Derechos Humanos reconocidos en las Convenciones Internacionales deviene absolutamente relevante en estos días. ¿Qué tan lejos puede llegar el Congreso, a la hora de aprobar reformas a la Constitución o a las leyes que puedan vulnerarlos? Esta idea de acotar la procedencia del amparo en contra de obras públicas para beneficio de la colectividad, como se planteó la semana pasada en el Senado, en la lógica de impulsar una agenda política partidista, no deja de ser una afrenta abusiva y disparatada contra la sociedad mexicana y la comunidad internacional.
El avance de las tecnologías en todos los ramos de la ciencia hace que nuestro mundo esté cada día más interconectado. El intercambio cultural provoca que no exista hoy en día una Nación estrictamente pura, y sí en cambio todas, por igual, presentan un mayor o menor grado de integración racial. En esa coyuntura, el Derecho Internacional se convierte, cada día más, en un instrumento imprescindible al que no sólo el Estado, sino los individuos que conforman la sociedad, voltean con el objeto de asegurar el cumplimiento los mecanismos de protección de esas prerrogativas del ciudadanos que son aceptadas y cumplidas universalmente: sus Derechos Humanos.
La Suprema Corte de Justicia en México, siguiendo criterios sentados en Europa desde hace algunos años, reconoció ya que, los Derechos Humanos, ya sea contenidos en la propia Carta Magna o en Tratados Internacionales, forman un mismo bloque normativo que se ubica, dentro de la pirámide del orden jurídico nacional, en su punto más alto. Esto quiere decir que, tratándose de su defensa, no existe norma alguna que pueda ir en contra o más allá de un Derecho Humano, aun y cuando se contemple en la misma Constitución o provenga de un instrumento firmado por México y una potencia extranjera. El Derecho Internacional se encuentra, en este ramo, a la par que las normas que contempla nuestra Ley Fundamental.
De entre las múltiples Convenciones Internacionales de las que nuestro país es parte firmante, dos, la Declaración Universal de los Derechos Humanos, firmada en Paris el 10 de diciembre de 1948 (artículo 8), y la Convención Americana sobre Derechos Humanos, conocida como el Pacto de San José, celebrada en Costa Rica en noviembre de 1969, ratificada por nuestro país el 3 de febrero de 1981 (artículo 25), establecen con toda claridad que es un deber y compromiso de los Estados parte, ofrecer a toda persona un recurso sencillo y rápido ante los tribunales nacionales competentes, que lo ampare contra actos que violen sus derechos fundamentales reconocidos en la Constitución, en la ley o la misma Convención, aún cuando tal violación se cometa por personas que actúen en ejercicio de funciones oficiales.
México tiene el privilegio de ser reconocido como la cuna de ese medio judicial de protección que salvaguarda los derechos fundamentales del hombre frente a los actos de abuso del Gobierno, un mecanismo de tutela de la Constitución que impide cualquier acción desmedida y arbitraria de los poderes públicos frente al particular y activa la intervención de los tribunales para asegurar la correcta y puntual observancia del derecho: el Juicio de Amparo.
A la luz de la garantía judicial que contempla la Convención Americana de Derechos Humanos, el Amparo se constituye a sí mismo como un Derecho Humano de seguridad jurídica que se debe preservar, so pena de que el Estado mexicano transgreda los compromisos asumidos ante la Organización de las Naciones Unidas, o frente a la comunidad de Estados Americanos desde 1981, a través de los dos tratados enunciados.
Es conveniente señalar que se trata de un proceso en el que se valora la puntual aplicación de la ley para impedir un atropello infundado de la autoridad, en aquellos casos en que los actos provenientes del gobierno, efectivamente adolezcan de dichos defectos. Sin embargo, no constituye un impedimento para que un acto apegado a la legalidad llegue a cumplirse en la forma en que hubiera sido concebido. La suerte del juicio está vinculada a la manera en que el gobernado y las autoridades formulan su defensa y ofrecen las pruebas correspondientes para demostrar la validez de sus pretensiones. Es con base en ellas que todo juez dicta su sentencia y define si concede o, como muchas veces sucede, niega un amparo.
Se da el caso de que, la defensa de las autoridades en el juicio llega a ser de tan grave debilidad, que la concesión del amparo ocurre por de fault, torpeza que a permitido el abuso del amparo por parte de particulares. Durante el sexenio del presidente Felipe Calderón, por ejemplo, muchos amparos que un auténtico mercado de servicios de telecomunicación nacional llegara a formarse y entrar en función; un fenómeno que colocó a la ciudadanía en la necesidad de pagar sobreprecios por servicios que, en otras latitudes, ya ni siquiera se estaban cobrando, como las llamadas de larga distancia.
Este hecho provocó que, al expedirse la nueva Ley de Amparo en el 2011, incluyera en su artículo 129 un supuesto que impide la procedencia de la medida de suspensión en el amparo contra actos que entrañen el aprovechamiento de bienes de propiedad nacional, como los que provienen del IFETEL, precisamente. La improcedencia de la suspensión coloca a los concesionarios de servicios de telecomunicación, en un estado angustioso de indefensión durante el amparo, por no poder impedir, en un momento dado, lo que podría llegar a constituir un ejercicio abusivo por parte de esa autoridad administrativa autónoma. Afortunadamente, la reforma constitucional contempló la creación de juzgados especializados, que facilitan una tramitación más ágil del juicio, y contempló una obligación a cargo de la autoridad, de abstenerse de ejecutar cualquier sanción que llegue a emitir en el cumplimiento de sus funciones, hasta después de ser juzgada por los Tribunales de la Federación, una previsión que evita un atropello de la autoridad antes de concluido el juicio.
Como en un cortometraje, los múltiples descalabros que viene atravesando la cuarta transformación en el ámbito judicial y de defensa de la constitucionalidad de los proyectos que enarbola (Santa Lucía, Dos Bocas y Tren Maya), los ha conducido a pensar en una artificiosa salida, parecida a la que se contempló desde 2011 en la Ley de Amparo, ahora desbordada hacia todos los ámbitos que, en su entender, son de interés colectivo. Su solución entraña la posibilidad de que se aplique la ley a su antojo, se cometan los abusos a la ley que se les pegue la gana, sin que exista un medio judicial efectivo que pueda evitarlo.
La incomprensión del control judicial en el contexto de los compromisos asumidos por el país en el concierto internacional, le impide a Morena darse cuenta del grave atropello que pretende consumar en contra del ciudadano y el retroceso en la lucha por la observancia de ideales que, en su propia calidad de partido o movimiento opositor, ayudo a construir. Su ofuscación le impide advertir el grave efecto económico que su iniciativa llegará a producir, al lograr ahuyentar, otra vez, aún más, a un empresariado que ha dejado de esconder su temor por las ideas peregrinas que alumbran los Planes de Desarrollo de una administración totalmente extraviada. La ignorancia los puede llevar a colocar al país en un estado de franco incumplimiento de compromisos internacionales, con la responsabilidad que lleva aparejada.
El gobierno no deja de aplaudir frente al espejo la gran hazaña de haber ganado una elección presidencial, y pierde de vista que, el reloj, también corre en su propia contra.
Las bondades que todo proyecto ajustado a la legalidad puede ofrecer a los intereses de la sociedad, se pueden defender y ganar, perfectamente, en el marco de las normas que ya consagra la Ley de Amparo vigente. Debilitar el mecanismo de control judicial para tutelar los Derechos Humanos, como se ha pensado, constituye un retroceso al Estado de Derecho, peor y más grave aún que aquel en materia de extradiciones por el que la comunidad de Hong Kong se ha sublevado. Una mejor idea para resolver el congojo, tendría que ver con la contratación de buenos profesionales del derecho que conozcan las vicisitudes de un proceso que, por complejo que llegue a ser, se debe de conservar, por tratarse de un instrumento clave para garantizar la estabilidad democrática nacional.