La audacia que mostró Doroteo Arango (Pancho Villa) durante la revolución, en la lucha de las causas maderistas, le ganó un lugar en los libros de historia. Sin embargo, también son muchas las hojas y más las anécdotas que narran la barbarie y crueldad con la que en esos mismos años condujo robos y actos violentos contra gente adinerada para beneficiar a su propio grupo y a quienes consideraba desvalidos. Concentra en su persona la gran virtud de haber sido héroe de la revolución, como también el gran defecto de haber sido un auténtico bandido.
El 2023 ha sido declarado por el Gobierno Federal como el año de Francisco Villa. Hoy recordamos sus victorias militares y también sus defectos, y todo lo que su violencia representó durante la revolución, que vuelve a estar presente en el contexto de los eventos ocurridos este fin de semana en Acapulco.
La revolución mexicana fue la primera del siglo XX. Además de haber tenido esa ventajosa posición en la cronología de la historia, destaca también por haber sido una de las más violentas. Los libros narran la manera en que las soldaderas y los niños se unían a “la bola” para combatir al lado de obreros y campesinos, en la lucha inacabada por el reparto de tierras que les fueron prometidas, como también la forma en que unos y otros dejaban la vida en búsqueda de un triunfo del movimiento que, sin leyes, durante muchos años careció de un sentido visible.
El movimiento de revolución lo emprendió Madero, pero lo siguió el pueblo aún después de que aquél había muerto. Así se gestan y se realizan las revoluciones; con una idea que enciende la mecha, y un combustible que se extiende descontroladamente y no se acaba, hasta que se consume.
Las escenas de Acapulco derruido por el huracán Otis son desconsoladoras. No sólo se trató de un fenómeno meteorológico sin precedentes, sino también de la destrucción de un sitio emblemático que ocupa un lugar especial en el corazón de todos los mexicanos: la cuna del glamour que acompañó al cine de oro en la primera mitad del siglo pasado y el principal destino turístico internacional en México a lo largo de muchas décadas.
Sin embargo, las tomas de televisión en las que muchos acapulqueños se volcaron a las tiendas departamentales para vaciarlas nos enseñan un fenómeno que supera el dolor y enciende los focos rojos. Una idea posiblemente legítima, gestada en un momento de desesperación, que se imitó descontroladamente y continuó por el peor curso hasta su extinción.
En la lucha por la supervivencia en el caos no hay culpables. El miedo y la desesperación son sentimientos que se contagian fácilmente. La posibilidad de que las cosas se salieran de control ante las secuelas del huracán era perfectamente previsible. Ahora, necesitamos que se ataje el proceso de descomposición; una urgencia inaplazable que constituye un asunto de prioridad nacional.
Debemos darnos cuenta de que el país entero atraviesa una época de incertidumbre. Las iniciativas lanzadas por el Presidente y su partido para minar la estabilidad de algunas instituciones provocan pesimismo. El país está hundido en un pozo de violencia en el que no encuentra una salida, y el desamparo en el que ahora quedan colocados los habitantes del Estado más pobre de la república, constituye una amenaza que puede poner en riesgo la estabilidad de la región o la paz en la totalidad del territorio nacional, si la desesperación popular encuentra malos caminos.
A pesar de los malos sentimientos que provocan los videos que han venido compartiéndose, en los que aparecen militares ultrajando a la población, no nos encontramos en un momento en que podamos voltear la cara a lo que sucede en Acapulco. Urge hacer frente a las necesidades vitales de todos los acapulqueños y debemos lograrlo solidariamente, como lo hemos hecho en otras ocasiones. Necesitaremos detenernos, después, para entender la forma ordenada en la que se emprenda la reconstrucción del puerto.
El gobierno deberá ponderar la conveniencia de priorizar el empleo de los mismos pobladores para realizar las labores de levantamiento de la zona turística y evitar a toda costa una expansión del fenómeno de devastación que sufre esa capital turística de Guerrero hacia otros rumbos del país.
Ante todo, lo que más falta hace es comprender que, en las condiciones que Acapulco se encuentra, no es momento para lucrar políticamente con su desgracia. Es la mejor oportunidad o la prueba más desafiante que el gobierno enfrentará para demostrar que goza de la experiencia y las aptitudes necesarias para imponer el orden y hacer cumplir la ley, como vía adecuada para mantener la paz y conducir a los acapulqueños por la ruta adecuada para recuperar su vida.
Ojalá que la recurrente noción de campaña, de que el ejército es solamente pueblo armado, se demuestre en la misma forma en que nuestros militares han participado en incontables desastres provocados por la naturaleza en épocas pasadas; que los privilegios que a lo largo de los últimos cinco años les han sido obsequiados, no se conviertan en los actos de arbitrariedad y violación a los derechos humanos de todos los mexicanos que a lo largo de los últimos días hemos presenciado. En manos del ejército se encuentra el enorme reto de conservar o de abandonar, para siempre, el reconocimiento y prestigio que como institución ha ganado y le ha concedido el pueblo de México. En el año de Francisco Villa esperemos encontrar en nuestros soldados la bravura y la astucia para ayudar a sus compatriotas. Hagamos votos para que la rapiña y el desenfrenado temor y desorden presenciado el fin de semana no se convierta en esa chispa cuyas consecuencias nadie quiere recordar, ni mucho menos vivir.