Las bandas más violentas de narcotraficantes en el mundo no temen a la guerra contra las drogas; por el contrario, hasta la anhelan. Es la criminalización de las drogas lo que hace que su comercio sea tan rentable. El 1 de julio de 2001, Portugal promulgó una ley para despenalizar todas las drogas. En virtud de esa ley, en ese país nadie que se encuentre en posesión o que use estupefacientes es detenido, ni convertido en un criminal. De hecho, ni el consumo ni la posesión de drogas se consideran delito. En cambio, los que lo hacen son enviados a hablar con un panel de consejeros y terapeutas, donde se les ofrecen opciones de tratamiento para hacer frente a las adicciones. Siete años después de la promulgación de la ley, en 2008, viajamos a Lisboa para estudiar los efectos de esa ley en uno de los primeros informes exhaustivos sobre esta política, cuyos resultados se publicaron en un informe del Instituto Cato. Los resultados fueron claros y sorprendentes: este cambio radical en las leyes fue un éxito fundamental e innegable. Con todo el dinero que se había desperdiciado en Portugal procesando y encarcelando a los consumidores de drogas y que ahora se encontraba libre de ser usado en programas de tratamiento, el gobierno comenzó a ser visto con confianza en vez de miedo, los adictos antes desesperados se transformaron en historias de éxito de la estabilidad y la salud y los mensajes de prevención sobre el consumo de sustancias fueron atendidos. El aumento previsto en las tasas de consumo de drogas nunca ocurrió; de hecho, en algunas categorías demográficas clave el uso disminuyó. El fin de semana pasado, el columnista del New York Times, Nicholas Kristof, escribió desde Lisboa una revisión a esos datos, ahora aún más amplios y determinantes que en 2009. Sus conclusiones fueron aún más categóricas que el informe Cato de hace ocho años: Portugal ha ganado definitivamente el argumento de cómo la prohibición de las drogas es ineficaz, irracional y contraproducente.
›La base de esta conclusión es el éxito de Portugal en la despenalización, en comparación con los trágicos fracasos de países como Estados Unidos y Brasil, que siguen tratando la adicción como un problema penal y moral más que como un problema de salud.
Quizá la evidencia más convincente que subraya el éxito de Portugal no sean los datos empíricos, sino la realidad política: Si bien la ley fue muy controvertida cuando se promulgó por primera vez hace 16 años, ahora no hay facciones políticas que promuevan su derogación o el retorno a la prohibición de las drogas. Esta evidencia es de vital importancia para los ciudadanos de cualquier país que siga tratando a los consumidores de drogas como criminales. Es simplemente irrazonable dividir a las familias, obligar a los niños a permanecer separados de sus padres encarcelados, y convertir a los toxicómanos en criminales no aptos para el empleo. Pero dejando a un lado las cuestiones morales, la violencia relacionada con las drogas que ahora atraviesa Brasil, en particular la horrenda guerra que está envolviendo a la favela de Rocinha en Río de Janeiro —sólo unos años después de ser declarada “pacificada”— plantea estas cuestiones de especial urgencia a los brasileños y ciudadanos de cualquier país. Brasil ha sido testigo de repetidos brotes de violencia horrenda en las favelas de sus ciudades más grandes, muchas de las cuales han sido gobernadas no por el gobierno sino por bandas de narcotraficantes bien armadas. Pero la guerra de la semana pasada —y eso es lo que es— en Rocinha, ubicada en medio de la popular Zona Sul de Río, ha sido particularmente impactante. Las bandas rivales de narcotraficantes han “invadido” la favela y están en una guerra abierta por el control del territorio, forzando a las escuelas a cerrar, a los residentes a acobardarse en sus casas y a las tiendas a la virtual clausura. Como Misha Glenny informó el lunes en The Intercept, “la causa inmediata de la violencia es la lucha continua entre los grupos y ahora dentro de las facciones”, pero la violencia sugiere una alta probabilidad de una guerra más grande por el control del tráfico de drogas. Frente a la violencia relacionada con las drogas, existe la tentación de adoptar la solución aparentemente más simple: una guerra aún mayor contra las drogas, más narcotraficantes y adictos en la cárcel, más policía, más prohibición. Aquellos que promueven este enfoque quieren que la gente crea un silogismo simplista: la causa de los problemas relacionados con las drogas, como la violencia de las bandas de narcotraficantes, son las drogas. Por lo tanto, debemos eliminarlas. Por lo tanto, cuantos más problemas tengamos con las drogas, más agresivamente intentamos librar a la sociedad de ellas y de quienes las venden y las usan. Pero esta mentalidad se basa en una falacia obvia y trágica: que la guerra contra las drogas y la criminalización de éstas terminará por eliminarlas o al menos reducirá su disponibilidad. Décadas de fracaso prueban que eso no sucederá, y que, de hecho, ocurrirá lo contrario. Al igual que Estados Unidos, Brasil ha encarcelado a cientos de miles de ciudadanos por delitos relacionados con las drogas —en su mayoría pobres y no blancos— y el problema no ha hecho sino empeorar. Cualquier persona con mínima racionalidad se vería obligada a admitir que ese razonamiento está equivocado. Apoyar una política fallida con la esperanza de que un día tenga éxito mágicamente, es la definición de la irracionalidad. En el caso de las leyes antidrogas, que generan miseria y sufrimiento, no sólo es irracional, sino también cruel. Un informe de 2011 elaborado por la Comisión Mundial de Política sobre Drogas —que incluyó a múltiples líderes mundiales, entre ellos el exsecretario general de las Naciones Unidas, Kofi Annan y el expresidente de Brasil, Fernando Henrique Cardoso— examinó todas las pruebas pertinentes y dijo simplemente que: “La guerra mundial contra las drogas ha fracasado y tenido consecuencias devastadoras para los individuos y las sociedades de todo el mundo”. El hecho central en esta conclusión es de vital importancia. La principal causa de todas las patologías relacionadas con las drogas —especialmente la violencia de pandillas del tipo que asfixia a Rocinha— no son las drogas, sino la política de criminalizarlas y la guerra librada en su nombre. La naturaleza de las drogas —su diminuto tamaño, la facilidad de su contrabando, la demanda natural que los humanos tienen de ellas— significa que nunca podrán ser eliminadas o reducidas por la fuerza. Sólo los cambios en el comportamiento humano, que pueden suceder con un tratamiento sostenido y profesional, pueden fomentar esas mejoras. El único efecto de la criminalización de las drogas, más allá del enorme desperdicio humano y financiero de encarcelar a los adictos, es capacitar y enriquecer a las bandas de narcotraficantes asegurando que los beneficios de vender un producto ilegal permanezcan irresistiblemente altos. Por esa razón, los opositores más fervientes a la legalización de las drogas o a su despenalización son las propias bandas de narcotraficantes. Nada borraría su poder —como ése por el que pelean violentamente en Rocinha— más rápido o más severamente que la eliminación de la prohibición de las drogas. Como empresarios expertos, los narcotraficantes lo saben muy bien.
En 2016, el periodista Johann Hari, autor de uno de los libros más influyentes sobre la adicción a las drogas, escribió un artículo en The Huffington Post titulado: “Lo único a lo que las pandillas y los cárteles del narcotráfico temen es la legalización”. Él dijo: “Cuando criminalizas una droga para la cual hay un mercado grande, no desaparece. El comercio es transferido desde las farmacias y los médicos a las bandas criminales armadas. Para proteger su parcela y sus rutas de suministro, estas pandillas se arman y son capaces de matar a cualquiera que se interponga en su camino. Puedes ver esto cualquier día en las calles de una zona pobre de Londres o de Los Ángeles, donde las pandillas de adolescentes se apuñalan o disparan el uno al otro por el control de los márgenes de ganancia de 3,000 por ciento en la oferta”. Tenemos una analogía histórica perfecta que prueba este punto: La prohibición del alcohol en Estados Unidos en los años 20. Cuando el alcohol se hizo ilegal, no desapareció. El control de su venta y distribución simplemente cambió: de la tienda de la esquina a las violentas bandas de drogas, del tipo que Al Capone se hizo famoso por dirigir. En otras palabras, hacer que el alcohol fuera ilegal no impidió que la gente lo consumiera. Lo que hizo, sin embargo, fue potenciar las pandillas violentas de la delincuencia organizada, dispuestas a hacer cualquier cosa, incluso matar, por proteger los gigantescos beneficios de vender alcohol ilegal. Lo que finalmente eliminó a esas bandas violentas no fue la policía ni el encarcelamiento de los comerciantes o los alcohólicos: Durante la prohibición, cuando las pandillas no estaban sobornando a los policías, los estaban matando. Lo que eliminó a esas pandillas fue la relegalización del alcohol: al regular su venta, el fin de la prohibición hizo que las pandillas fueran irrelevantes, y así desaparecieron. Las bandas de narcos violentos no temen la guerra contra las drogas; por el contrario, como Hari señala, la anhelan. Es la criminalización de las drogas lo que hace que su comercio sea tan rentable. Hari cita a un veterano funcionario antidrogas de Estados Unidos: “En una conversación encubierta grabada en cinta, un importante jefe del cártel, Jorge Román, expresó su agradecimiento por la guerra contra las drogas, calificándola de ‘farsa impuesta a los estadunidenses que es muy buena para los negocios’”. En 2015, Danielle Allen, teórica política de la Universidad de Harvard, escribió un editorial en el Washington Post titulado “Cómo la guerra contra las drogas crea violencia”. En él, Allen explicó una razón clave para “despenalizar los flujos de drogas de la forma en que la guerra contra las drogas deriva en crímenes violentos, lo que a su vez empuja al encarcelamiento y genera otros resultados sociales negativos”. La autora abundó: “No se puede mover 100 mil millones de productos ilegales sin una gran cantidad de agresiones y homicidios. Esto no debería ser un punto difícil de entender”. ¿Por qué Rocinha está llena de armas y gobernada por bandas capaces de tal violencia? ¿Por qué un político brasileño influyente, vinculado a algunas de las figuras más poderosas del país, emplea a un piloto que fue detenido transportando millones de dólares en cocaína en un helicóptero propiedad del político, sin consecuencias para nadie? La respuesta es clara: porque las leyes que prohíben las drogas aseguran que el narcotráfico sea extremadamente rentable, lo que a su vez asegura que las bandas de criminales organizados se armarán y matarán para el control. Ubicada en medio de la Zona Sul con salidas fáciles, Rocinha será inevitablemente un paraíso para los turistas ricos, los profesionales de clase media y también los adictos empobrecidos. Las enormes sumas de ganancias creadas por la guerra contra las drogas aseguran que las fuerzas policiales no sólo estarán desarmadas, sino que también serán tan corrompidas que sus esfuerzos fracasarán inevitablemente. Ahora es innegable claro que es la misma guerra contra las drogas lo que es provoca –no detiene— la violencia relacionada con las drogas. Si te horroriza la violencia en Rocinha u otros lugares en el mundo como éste, lo último que debes hacer es apoyar más políticas que alimenten la violencia: la criminalización y la guerra contra las drogas. Hacerlo es como protestar contra el cáncer de pulmón alentando a la gente a fumar. Los datos son suficientes para afirmar que los que apoyan la criminalización de las drogas hoy son los que fomentan esta violencia y los problemas relacionados con las adicciones y las sobredosis. Puede ser un poco paradójico a primera vista, pero los datos no dejan lugar a duda: la única manera de evitar la violencia estilo Rocinha es a través de la despenalización total de las drogas. Ya no es necesario especular sobre esto. Gracias a Portugal, los resultados están disponibles para todos, y no podría ser más claro. Traducción: Carlos Morales.