El Centro Histórico de la Ciudad de México es el ejemplo diario de la democracia mexicana. La histórica Plaza de la Ciudadela, donde se encuentra uno de los grandes mercados de artesanías del país, es un campamento de maestros disidentes y seguidores, que apesta por las insalubres condiciones. Las principales avenidas del corazón federal son tomadas diariamente para realizar algún tipo de protesta. Las autoridades observan pasivamente las calles convertidas en plazas públicas por donde exudan múltiples reclamos. Marchan y gritan por sus avenidas junto a maestros, campesinos y organizaciones sociales, estudiantes, anarquistas, profesionistas, desempleados, obreros, artesanos, amas de casa y menores incluso, empujados por la política y la politiquería. Los más tienen agendas detrás, abiertas o escondidas, y hay quienes se suman fastidiados que no pasa nada en México, incluso cuando pasa. Son el paisaje de la democracia mexicana.
La Ciudad de México es el crisol de la inconformidad nacional. Sólo en el último mes, del 10 de julio al 6 de agosto, de acuerdo con estadísticas de la Secretaría de Gobierno de la Ciudad de México, se registraron 288 movilizaciones en la capital, que dieron un promedio de casi 14 por día, en las cuales participaron un total de más de 80 mil personas. El estrangulamiento de la capital por marchas, plantones, además de las medidas del programa Hoy no Circula, de acuerdo a un reporte este jueves en El Financiero, ha producido que los capitalinos pierdan alrededor de 242 horas extras al año en sus traslados, lo que significa un promedio de 57 minutos tirados a la basura cada día, o haber malgastado 10 días en el tráfico. Según la empresa holandesa Tom Tom, citada por el diario, “los conductores de la capital mexicana suelen pasar un promedio del 59% del tiempo de viaje adicional retenidos en atascos de tráfico durante cualquier momento del día y a cualquier hora, y hasta un 103% en los periodos de hora pico de la tarde, en comparación con periodos de tráfico fluido, u horarios no congestionados”.
Este tipo de congestión social podría ser visto como un subproducto de una sociedad democrática. Pero ¿lo es? Para muchos encierra una paradoja. ¿Cómo puede una democracia ser tan caótica, tan ilegal –las autoridades no aplican el Estado de Derecho- y en muchos sentidos tan intolerante, donde la libertad de uno está por encima de la del prójimo? Es el gran dilema que afrontan las instituciones mexicanas, que no han sabido adaptarse a un régimen distinto desde mediados, quizás, de los 90s. ¿Pero sólo ellas? En la Ciudad de México se concentran la protesta porque en las entidades donde se generan los problemas no se resuelven las cosas. ¿Por qué seguir protestando en el vacío cuando en la gran caja reproductora de todo, que es la capital, entre más se grite, más beligerante sea y más se afecte a las mayorías, más rápido se llega a la solución de los problemas?
Las estadísticas de la Secretaría de Gobierno capitalina han contabilizado que el 35% de las demandas exigidas por la gente en las calles, son políticas, seguidas de 16% de gente que reclama la insuficiencia y deficiencia en distribución de los beneficios de los programas sociales, y del 8% inconforme por sus condiciones laborales. Debajo vienen, con 8% de las protestas, las que tienen que ver con la impartición de justicia, y sólo el 7% de las movilizaciones, están directamente relacionadas con la educación. Esta estadística es el espejo de las grandes carencias: debilidad institucional de los gobiernos estatales, incapaces para resolver los problemas que les plantean en casa; burocracia, tortuguismo, corrupción, incluso, en el manejo de programas sociales, que gritan sobre la agudeza de la pobreza o esconden las manos de la política clientelar, que se montan sobre la insatisfacción sobre lo que se gana y lo poco que se puede comprar con esos ingresos. La rebelión de los maestros disidentes es la más ruidosa, pero la quinta sólo en volumen y convocatoria, mientras que, aunque bajó en términos porcentuales, la mala impartición de la justicia, como cuarto lugar entre las reivindicaciones, muestra en su cabalidad la ausencia de garantías jurídicas. Al mismo tiempo, es la mejor expresión de una sociedad sibilina.
No son los grupos e individuos excluidos del cuerpo político que utilizan medios convencionales y no convencionales para plantear sus demandas en busca de solución. La gran mayoría de quienes se movilizan en la Ciudad de México tienen patrones con agendas particulares que utilizan a las masas para tener volumen y demostrar fuerza política. No son producto de un reclamo general de la sociedad, que asumió el activismo para forzar el cambio de las cosas. Tampoco son el despertar ciudadano de otras naciones –como la Primavera Árabe. No es la movilización que forma parte de la transición a la democracia, sino todo lo contrario.
Enfundados en la casaca de la democracia, utilizando los recursos y espacios que ha abierto la democracia, la sociedad que se moviliza es profundamente autoritaria. Pocas han sido las protestas con una agenda ciudadana en los últimos 20 años y muchas las que responden a intereses de grupo con fines particulares. Las expresiones callejeras reflejan el déficit democrático: los derechos de uno pisotean los derechos de los otros, impunidad, corrupción, desigualdad. Los temas de siempre en el país de siempre, aunque nos lo pinten con el sol alumbrando nuestro destino.
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