La visita de Francisco a México empezó con una contradicción. El Papa más sencillo y comprometido con los que menos tienen, fue recibido el viernes con un carnaval VIP de cinco mil personas invitadas por la Presidencia de la República en el Hangar Presidencial que dibujó el México de los privilegiados, y al México de segunda clase, el de las calles. A la escalerilla del avión que lo trajo desde Roma le tendieron una alfombra roja que Francisco, congruentemente, evadió pisar. No registraron el desaire. La recepción faraónica oficial en Palacio Nacional seguiría conforme a lo planeado. El gobierno le preparó el sábado un champurrado de protocolo con honores de jefe de Estado, ante un auditorio similar al de un Informe de Gobierno, con el añadido del coro de familiares de funcionarios que como si fuera un coliseo, pedían con gritos que los bendijera. ¡Qué espectáculo!
El sábado en Palacio Nacional Francisco parecía incómodo y estuvo rígido durante un buen tiempo de ese acto coreografiado como todos los que hacen en Los Pinos. En su discurso de apertura, Francisco había recurrido a Octavio Paz y El Laberinto de la Soledad para hallar la comprensión de la forma como se comportan y actúan los mexicanos, que tuvo una gran demostración en vivo de los misterios y complejidad de la cultura mexicana. El Papa habló de que cada vez que se busca el camino del privilegio o beneficios de unos pocos en detrimento del bien de todos, tarde o temprano la vida en sociedad se vuelve terreno fértil para la corrupción, el narcotráfico, la exclusión y la violencia.
No hablaba de unos mexicanos, sino de todos, aunque llevaba como destinatarios claros a “los dirigentes de la vida social, cultural y política”, sentados frente a él, que tenían la obligación de darle a su pueblo acceso a las necesidades mínimas básicas, justicia real, seguridad efectiva y un entorno sano y pacífico. Al final, los aplausos -algunos desproporcionados lo hacía como focas- mostraban la desconexión entre los dos México. ¿Qué habrá pensado el Papa ideológicamente más comprometido con el segmento menos favorecido de la sociedad ante ese ritual en sus antípodas? Nada bueno, se puede suponer, pues no les hizo casi ni los bendijo. Frente a él, en cambio, pudo ver la piel de esa cultura sibilina mexicana que esconde su estructura de castas.
Era el principio del propio laberinto mexicano con el que ha topado Francisco, el papa del pueblo al que han aislado del pueblo. La gente en las calles ha visto reducidas sus posibilidades de acercarse y ver a Francisco. En el Zócalo de la Ciudad de México, 70 mil personas iban a poder estar cerca de él, pero el acceso se redujo a casi la mitad por una decisión del Estado Mayor Presidencial que sólo se entiende por su paranoia trastocada sobre la seguridad -¿por qué seguirán permitiendo que el Presidente y el secretario de Gobernación viajen juntos por aire?-, que ha alejado de Francisco a lo que más quiere, la gente. ¿Sabrá el Papa que la guardia presidencial tiene al México de las calles alejado de él? En la prensa se han comenzado a registrar las bajas audiencias en los eventos del Papa, que adjudican a un problema de fe al compararlo con las cinco visitas de Juan Pablo II, pero que soslaya que la seguridad es tan enfermizamente draconiana que incluso personas que tenían pases para entrar a las misas, no han podido ingresar a las iglesias.
El Papa está secuestrado y no se ha dado cuenta. La seguridad ha desanimado a muchos. Para poder ir a una misa, tuvieron que llegar 12 horas antes del inicio programado para ubicarse en sus lugares. En Ecatepec, por ejemplo, le gente estuvo todo ese tiempo sin poder comer ni tomar agua, porque la seguridad les impidió introducir alimentos y bebidas. El Estado Mayor Presidencial, bajo un diseño autorizado en la más alta oficina pública de este país, lo quiere inocular. Hay temor de un ataque terrorista en su contra sobre territorio mexicano –no hay ninguna amenaza de ello, pero siempre se establecen protocolos de seguridad bajo esas presunciones-, pero no parecería por el comportamiento militar con la gente de que eso fuera la principal preocupación política. El presidente Enrique Peña Nieto decidió un marcaje personal al Papa y despachó a cada uno de los estados que visitará, a un secretario de Estado o a su personal más cercano en Los Pinos. ¿Qué es lo que no quiere el Presidente que el Papa vea? O ¿a quién no quieren que vea?
Los únicos auditorios donde los espacios de movimiento han sido más amplios, son aquellos donde el control de Los Pinos es absoluto y pudo sellar el espacio: el Hangar Presidencial y Palacio Nacional. Es decir, donde se encontraban varios de los destinatarios de sus discursos iniciales, los que no tienen “la mirada limpia”, los que se han dejado corromper por el materialismo trivial, los príncipes de la jerarquía eclesiástica mexicana, o donde se mezclaban complicidades perversas –la más notable, en Palacio Nacional, prelados y líderes que protegieron pederastas y algunos de quienes han lucrado de los que menos tienen-. Este es el México que tiene acceso a Francisco; uno muy pequeño pero poderoso que hasta este momento, ha higienizado la visita papal al alejarlo de aquellos con quienes venía a estar.
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